En el Cabildo de Montevideo puede visitarse una muestra de acuarelistas del siglo XVIII, propiedad del acervo del museo, sobre la temática del primer Montevideo y de sus habitantes intra y extramuros, de las primeras construcciones, del puerto, de algunas batallas históricas por la independencia, de acciones guerreras de los indígenas del Río de la Plata, entre otros motivos. Se trata, en su mayoría, de representaciones figurativas con la técnica de la acuarela, algunos grabados al aguafuerte, algunas pinturas al óleo. La exhibición relata especialmente las costumbres y la indumentaria de aquellos primeros pobladores y nos describe con mirada ingenua una serie de hechos narrados gráficamente. La acuarela aplicada sobre papel de la época se distancia naturalmente de los trabajos profesionales sobre papel de alto gramaje que le confiere al lenguaje el grado de excelencia por la que hoy en día es buscada como medio expresivo. Los dibujos y las pinturas a la acuarela, huelga decirlo, fueron realizados por artistas dibujantes que no buscaban precisamente un fin estético.
Esta historia comienza tardíamente en nuestra cultura así como en la europea que nos da origen. La finalidad de estas obras ‒que hoy ingresan a la categoría de obras de arte– era descriptiva y fundamentalmente narrativa. Los artistas fueron en primer lugar cronistas. No obstante, como lo demostraron Eduardo Galeano, Mariano José de Larra y los fotógrafos de El Gráfico o de National Geographic, esta narración se ve incrementada por el valor artístico agregado que proporciona el hecho de que el narrador mismo sea artista. Estas pinturas a la acuarela, obviamente estructuradas sobre un dibujo extremadamente hábil, así lo demuestran. Ejemplos de ello son las anónimas representaciones, por ejemplo, de un cacique charrúa a caballo y de una carga de caballería con los indios cabalgando de costado, pegados literalmente al animal. El resultado estético que hoy admiramos con ojos del siglo XXI era posible “por añadidura”. Esto significa que la obra de estos artistas que hoy podríamos llamar “ilustradores” carecía de objetivo estético en sí mismo. No había nacido el concepto de “arte por el arte”. La mayor parte de esta exhibición corresponde a autores anónimos, mientras que hay otros identificados e incluso reconocibles desde libros de texto que (en nuestra época) se proponían como ejemplos de los primeros pobladores de Montevideo, como las ilustraciones de Dom Pernety y de Adolphe d’Hastrel. Nos situamos, por tanto, en el plano antropológico.
Cuando se observan estas representaciones se percibe el afán por la descripción en el sentido del detalle, lo que otorga a lo representado una cualidad abstracta. La obsesiva definición del detalle como medio de comunicar una idea o un concepto desde el punto de vista gráfico es la característica de la pintura denominada naíf (ingenua), que es posible observar entre personas con bajo nivel cultural o sin formación académica. Es muy reconocida la pintura de estas características, practicada por pobladores de Haití, en particular, y de Centroamérica y Brasil, en general, y ampliamente codiciada por coleccionistas de todo el mundo. Los acuarelistas a los que hacemos referencia aquí no pueden ser considerados naíf porque esta categoría no había sido definida en aquella época. No obstante, múltiples recursos plásticos abordan soluciones de corte naíf en el sentido estilístico. Baste observar la curiosa resolución de una formación de caballería con la repetición de las grupas de los caballos, de indudable resultado cinético. Es notable, en otro ejemplo, una pintura que podría pertenecer a nuestra era, un cuadro religioso en el que las caras de las tres figuras principales han sido recortadas de litografías, mientras que un bordado de hilo de seda resuelve la vestimenta de un ángel y un collage de fibras está cosido a la otra; enmarcando todo el escenario, un paisaje al óleo empastado completa la composición con todo el sincretismo que se podría pedir a nuestra posmodernidad. Sin embargo, tampoco aquí había intención estética, lo que no inhibe de considerar a esta y a las demás verdaderas obras de arte (agreguemos que, a nuestro parecer, la pintura de íconos está contenida en la categoría “arte sin estética”).
Sobre esta cuestión de la finalidad se puede especular de forma abundante. Citemos, para completar la idea, el caso del artista invitado a esta exposición, el pintor Óscar Larroca. El artista toma una figura expuesta en esta serie y desarrolla a partir de ella posibilidades plásticas en una retórica formal que se materializa en una serie de interpretaciones, habilitado por diversos lenguajes que se inscriben en diversas categorías estéticas, desde el cómic hasta el dibujo renacentista de pliegues, entre otros. Estos ejercicios son “estéticamente correctos” y su finalidad depende del grado de especulación plástica, como si la pregunta fuera qué puede hacerse con esas obras para que se conviertan en obras de arte (distintas de los originales) contemporáneas. En verdad, se puede hacer muchas cosas y Larroca presenta en forma visual una serie de ideas que en última instancia discrepan con el contenido de las representaciones de las que parte, las cuales –como hemos estado explicando‒, situadas en una época en la que la intención consistía en transmitir datos novedosos y desconocidos de una cultura, dejaba de lado –entre otras razones porque la historia aún no lo había considerado‒ la posibilidad de barajar estos datos en sentido puramente plástico.
Pensamos que Pablo Picasso nunca hubiera podido describir una vestimenta típica de un gaucho siendo Picasso, es decir: un artista en el que la creatividad –y la innovación– era un imperativo. Si bien no hay duda de que Picasso podía representar cualquier cosa, se comprende que se haría necesario, en este caso, someter la condición creativa a la condición narrativa para llevar adelante un proyecto como el que referimos. De todas maneras, el cronista, como hemos visto, ha sabido incorporar sesgos de su mirada de artista a su objeto de representación, porque esto es inevitable. Para no caer en anacronismos, lo mejor sería situarse en un plan teleológico o de finalidad, hecho que posibilita, entre otros, diferenciar “una cosa” de “otra cosa” para mejor comprender la situación. Esta exposición ofrece la posibilidad de un encuentro con la frescura de la espontaneidad, a menudo teñida del rigor propio del comunicador, pero en todo caso plena de honestidad y de sensibilidad.