Poco los dioses dan, y aún eso es falso,
Ricardo Reis
mas si lo dan, aun falso, el mismo darlo
es verdadero. Acepto
a ojos cerrados. Basta.
Probablemente pocos textos hayan sido tan maltratados por el tiempo como este excelente cuento de Herman Melville, lo que hace a esta puesta en escena, dramatización mediante, tan valiosa al recuperar el valor del que sin dudas ha sido un clásico de la literatura. En efecto, cuando Karl Marx describió la alienación del hombre moderno provocada por la especialización del trabajo, concepto inmortalizado como nadie por Charles Chaplin en la película que nos presta el título para esta crítica, difícilmente podía pensar en algo más fútil, enajenante y deshumanizador que la tarea del amanuense, el copista/revisor de documentos, tarea imposible de explicarle a un millennial, ya que fue sustituida rápidamente por la máquina de escribir primero y por la fotocopiadora más tarde, relegando al museo de la historia una profesión tan olvidada como olvidable.
La anécdota es sencilla: un abogado (que en el contexto original era más bien un escribano) necesita contratar a otro copista, y así llega a su vida un espectral Bartleby que, tras un promisorio inicio laboral, va apagándose, refugiado en un lacónico “preferiría no hacerlo”, inicialmente referido a lo laboral pero que migra hasta tomar proporciones existenciales y que obliga a su empleador (y portavoz de la narración del texto) a una crisis propia.
La puesta de Ivor Martinić toma algunos riesgos y a la vez cae en cierta naïvité, como el uso de carteles impresos para representar la voz de Bartleby, pero priman los desafíos, y la propuesta tiene la eficacia de lo compacto (dura apenas una hora y poco) y lo bien actuado.
En la Sala Delmira del Teatro Solís, la puesta es icónica, con un dispositivo escénico que se compone de una mesa, una silla, algunas carpetas y papeles y una lámpara, amén de una manta casi oculta (casi). La iluminación alterna el uso de la luz blanca con la amarilla de sodio para subrayar los diferentes estados emocionales, y la ambientación sonora repite de manera obsesiva (como el guion) la canción ‘New York, New York’ para situar geográficamente al espectador.
En el plano actoral, Begérez rompe por momentos la cuarta pared para aludir a los espectadores, pero aclara que “no es una obra participativa”, aunque crea igualmente un efecto inmersivo que se potencia por lo íntimo de la pequeña sala.
Mencionábamos los riesgos de la puesta; uno de los más significativos, sin dudas, es la eliminación de los otros tres copistas (dos copistas y un aprendiz, en realidad), Nippers, Turkey y Ginger Nut, que, si bien no tienen voz en el texto original y sólo aparecen referidos en tercera persona por el abogado. Al desaparecer estos personajes también lo hace el equilibrio del estudio en la calle Wall Street, que será roto por la irrupción de la inopia de Bartleby, para sustituirlo por uno más precario, que es el de la soledad del narrador.
De esta manera, Begérez presta su corporeidad a uno solo de los personajes, el abogado. El epónimo, Bartleby, es relegado como presencia a unos carteles exhibidos a modo de respuesta a los requerimientos del primero. Así, lo espectral que ya tenía el personaje en su origen se agiganta, toma una presencia ominosa y habilita una interpretación personal que puede no ser aceptada, pero que de ninguna manera está impedida por el relato, única condición aceptada por Umberto Eco para prohibir una forma de leer un texto.
Es nuestra interpretación que Ivor Martinić elimina a todos los personajes para lograr un desdoblamiento en el narrador, que represente la alienación a la que nos referíamos. Ambos personajes son dos caras del mismo, dos que se hacen uno en la ficción para representar, en el nivel metaficcional de la interpretación, lo solitario y desesperado de la situación del hombre moderno en la sociedad, ya grave en épocas de Melville y Chaplin pero con ribetes trágicos en la de Mark Zuckerberg y Elon Musk.
Así, Bartleby no representa un otro que alivie la soledad del individuo, sino la cuasi alteridad angustiosa del ser humano alienado de sí mismo, enajenado por una vida restringida a una tarea tan repetitiva como espuria, y una necesidad de alguien que, extranjero en su propia piel, siente la necesidad de huir de sí mismo para escapar de la náusea, de poder de una buena vez elegir entre el ser y la nada.
Autor: Herman Melville.
Dramaturgia y dirección: Ivor Martinić.
Traducción al castellano: Nikolina Židec.
Intérprete: Gerardo Begérez.
Producción ejecutiva: Lourdes Moreno.