Los otros rostros de la Amazonia en el MAPI
En el Museo de Arte Precolombino e Indígena (MAPI) hay interesantes muestras de objetos antropológicos que demuestran la calidad de un arte autóctono de diversas regiones de América. Una visita a este centro nos muestra rápidamente el carácter artístico de estas producciones, cuya finalidad no es por cierto estética, sino específicamente cultural o ritual.
Como particular código genético, las formas artísticas de civilizaciones primitivas se encuentran en la base del arte moderno, generado desde la apropiación de formas producidas por culturas y etnias alejadas y contrapuestas al modelo occidental.
La raíz no sólo estética sino científica y filosófica del modelo occidental tiene su epicentro en la Grecia clásica y en el Renacimiento, períodos que han influido en el pensamiento político, económico, religioso y social de la sociedad occidental. Este modelo y estos estereotipos nada tienen que ver con los pueblos primitivos, que en pequeña escala todavía es posible encontrar en nuestro planeta.
Las concepciones cosmogónicas de estas etnias, en clave mítica y mágica, se vinculan probablemente a las estructuras mentales del hombre paleolítico y tienen en común un aspecto o un fenómeno denominado artístico, de inusuales características por su grado de excelencia. Las culturas primitivas están alejadas de los conocimientos científicos que se han acumulado con el correr de los milenios y que se evidencia ya en el pensamiento de los grandes filósofos griegos, como Epicuro, Eurípides, Sócrates, Platón y Aristóteles, cuyas intuiciones científicas han sido sorprendentes.
En su tesis doctoral titulada “Naturaleza y abstracción”, en 1910 el esteta Wilhelm Worringer plantea una teoría que relaciona las formas artísticas con la cultura y, dentro de ella, con el conocimiento del universo y de las cosas. Sostiene –para resumir un concepto clave de su trabajo– que los pueblos en situación de primitivismo, al desconocer las causas de los fenómenos naturales –el fuego, el rayo, la lluvia, el viento, etcétera– obedecían a un temor hacia la naturaleza, a la que deificaban y representaban en forma abstracta. La abstracción como estilo artístico, según Worringer, surge de este sentimiento de temor a lo desconocido que opera como un patrón. El pensamiento griego se desarrolló a partir de hipótesis de lo desconocido y por medio de la deducción y la inducción, los griegos llegaron a ciertas conclusiones que, en el mejor de los casos, proponían un esclarecimiento de la hipótesis. Los enigmas comenzaron a resolverse con el método científico. El desarrollo del conocimiento a partir de estos métodos fue despejando paulatinamente los misterios. Cuando los hombres empezaron a considerar los hechos pragmáticamente y desde sus elementos constituyentes comenzó el camino de la ciencia, que es básicamente la demostración pragmática de las teorías. El conocimiento de las cosas hizo al hombre menos temeroso de lo desconocido y permitió que su relación con la naturaleza no tuviera un carácter de subordinación impotente sino de admiración.
Según Worringer, este proceso determinó aproximaciones de simpatía con las formas naturales, proceso que califico de “proyección sentimental” y que, según su opinión, es la clave de las producciones “naturalistas” de los antiguos griegos –léase Fidias, Praxíteles, etcétera–. Esta proyección sentimental se encuentra en las antípodas del sentido trascendente de la abstracción primitiva y evidencia concepciones cosmogónicas opuestas. Sin embargo, desde el punto de vista puramente estético o artístico, las dos concepciones tienen valor, directamente relacionado con la forma y con el espíritu que la ha concebido. Con el término “espíritu” hacemos alusión a los contenidos anímico-intelectuales que, traducidos a expresiones artísticas, califican de forma diferente a los dos tipos de propuestas.
La griega responde a un naturalismo; la primitiva, a una abstracción de tipo geométrico. Sin pretender extendernos mucho en este razonamiento, debemos afirmar que las formas primitivas-geométricas trascendentales han inspirado a los pioneros del arte moderno y aún conviven en las expresiones artísticas contemporáneas, pero ahora por fuera de la incidencia del espíritu del temor a lo desconocido y, en lugar de eso, por su extraordinaria vitalidad como formas plásticas. En el MAPI es posible reconocer esta vitalidad en casi todas las piezas arqueológicas y máscaras. La exposición de las máscaras rituales de indígenas del Amazonas es un excelente ejemplo.
Al observar el juego de las líneas de los dibujos de las máscaras y su estructura decorativa llegamos a la conclusión de que estas etnias poseen un sentido estético o, dicho en otros términos (polémico, por otra parte), un sentido de la belleza absolutamente extraordinario. Este sentido –o intuición– fue el que operó decididamente en las pinturas de las cuevas de Lascaux y Altamira, entre otras, datadas entre 15.000 y 30.000 años antes de nuestra era. Existen conjeturas sobre el nivel intelectual y cultural del hombre del período magdaleniense, pero las demostraciones de su sensibilidad plástica dejan fuera de cuestión –y, por otro lado, dejan planteado el enigma que rodea a este fenómeno– que en materia de pintura son verdaderamente un prodigio (obviamente, si las consideramos desde el arte moderno). Sirva esta reflexión para considerar la hipótesis que sostiene que el sentido estético no se encuentra en relación con la evolución cultural, científica o tecnológica.
La exhibición en el MAPI está además concebida como una instalación, con un fondo sonoro selvático y desde una penumbra que es sumamente sugestiva. Es una nueva forma de presentar un material propio de la antropología y de la arqueología en un marco artístico, y este pensamiento es válido porque si nos colocamos en el lugar del arte (un lugar distante de la lógica de la academia) no encontraremos ninguna dificultad en reconocer la calidad artística de estas piezas. La pregunta que se plantea aquí tiene que ver con la posibilidad de la existencia de una eventual competencia inherente al hombre y a la mujer de producir objetos que tienen una finalidad mística a los cuales, por medio de aquella, se incorpora de forma natural la esencia del arte al objeto.
Esta colección en particular se titula Los otros rostros de la Amazonia y forma parte del acervo de máscaras latinoamericanas de Claudio Rama, Augusto Torres, Elsa Andrada y Rolf Nussbaum. El catálogo correspondiente ingresa en la tipificación de las etnias que utilizan estos elementos –hoy llamados “artefactos” por la crítica estética– hacia diferentes formas de ritos, tanto funerarios como de iniciación sexual, entre otros. Tienen, por lo tanto, un sólido contenido que se expresa en forma plástica mediante materiales naturales como fibras, textiles, cueros, etcétera. Se incluyen también algunos trajes rituales.
Las etnias de referencia son: el pueblo ticuna y el ritual de la Pelazón, el pueblo tucano y sus máscaras Táwü, el pueblo piaroa y el ritual Warime y, las máscaras de los pueblos del Alto Xingu. Estos pueblos viven en la enorme región tropical de la Amazonia que es compartida por muchos países sudamericanos, donde Brasil posee la mayor extensión. No obstante, a juicio de Claudio Rama, las etnias que pueblan la región selvática constituyen una nación, independientemente de la jurisdicción territorial de los países que compromete. Este concepto de nación refiere a una unidad espiritual por fuera de límites y nacionalismos políticos. Esta nación y el propio territorio de la Amazonia, la mayor reserva hídrica, biológica y de oxígeno del planeta, hoy se encuentran en peligro por las ambiciones del hombre “civilizado” –léase tecnologizado– que no solamente subestima a todas estas etnias sino que indudablemente intenta hacerlas desaparecer por la destrucción de su hábitat.