Augurios
Estamos en vísperas de un momento feliz. La Fundación Brausen, el nuevo grupo de Gabriel Calderón, apronta el estreno (para la fecha de edición ya habrá sido, quizá) de la nueva puesta de la pentalogía fantástica If: festejan la mentira, con un gran elenco (Gloria Demassi, Dahiana Méndez, Carla Moscatelli, Giselle Motta y Gustavo Saffores). Mientras tanto, Jimena Márquez y Alberto Rivero preparan la puesta de La refinada estética de los hijos de puta, con texto de Márquez. Sin duda, nos espera una fiesta para el teatro.
Huellas que no se borran
Quizá tú hayas acabado con el pasado, pero el pasado aún no ha acabado contigo.
Paul Thomas Anderson, Magnolia
Recomendamos ver Labio de liebre antes de leer esta crítica, pues en ella se comentan aspectos que pueden develan situaciones que no convendría conocer previamente.
El tema es viejo y sabido en el arte: el del castigo a los culpables y la intervención del destino o de la justicia divina cuando falla la humana. Sin embargo, el planteo es completamente original: Luis Martínez es un viejo militar de un país tropical (convicto por delitos de lesa humanidad) que en un país extranjero muy frío es condenado a una pena ridículamente liviana por sus crímenes: tres años de prisión domiciliaria.
Rubiano es licenciado en dramaturgia, y su nueva forma de teatro político inaugura, con este texto cuyas repercusiones tuvieron alcance mundial, un estilo diferente. No hay una línea política a la que adscribirse con ferocidad, los personajes no están juzgados, el bien y el mal son difusos, como en la realidad, y el espectador es quien debe hacer sus propias composiciones morales. Desde la subtitulación, acerca del perdón y la venganza, se advierte sobre la temática.
Ambientada en el convulso período colombiano de la posguerrilla y las negociaciones de Santos, este texto delata poderosamente la naturaleza de ese conflicto, en especial algo universal: tal como Friedrich Nietzsche nos advirtiera, nadie se cree malo, y si un culpable se arrepiente, solamente lo hace de haber sido atrapado.
En un dispositivo escénico claustrofóbico, el de su pequeño departamento en el que cumple la condena, apenas un monoambiente con baño y un gran ventanal, el convicto Salvo Castello cuenta con cierto confort, incluyendo acceso a bebidas caras, y no sufre ni el frío ni la intemperie; además, tiene conexión con el exterior, internet y teléfono.
En estas condiciones, lo visitan personajes que parecen ubicuos, ya que no solamente vienen desde el exterior, como el chico con labio leporino que da nombre a la obra (Fernando Vannet), su hermano (Leandro Núñez), su hermana (Stefanie Neukirch) y su madre (Andrea Davidovics), junto con una periodista (Jimena Pérez) extrañamente complaciente con su entrevistado.
Castello (el propio Rubiano en la puesta original) se ve invadido por estos personajes fantasmales (rápidamente entendemos que son espectros de su pasado) que aparecen desde todos lados, desde afuera, detrás del sofá o del bar, del baño… El aspecto más novedoso, quizá, es la ausencia de hostilidad de ellos; son afectuosos, no llegan con reproches ni con admoniciones, solamente declaran que lo van a acompañar hasta que reconozca que existen.
El tema del reconocimiento de los crímenes de guerra se identifica aquí con el muy básico y humano deseo de saber la propia existencia mediante la mirada del otro, y se establece, de esta manera invasiva pero formalmente amable, una lucha que intenta establecer la dialéctica hegeliana del amo y del esclavo, luchando cada parte por la propia libertad y por no morir, al menos no del todo, ya que para los desaparecidos el olvido es la última tumba.
En este sentido, Lucio Hernández ha hecho una excelente selección del elenco, ya que la obra exige un despliegue físico, de canto y de baile que todos son capaces de hacer perfectamente. Otro acierto es el registro de la actuación, evitando lo paródico, que obraría como distanciador en un tema que, siendo metafísico (como son los fantasmas), sería redundante, y así los tres actores que interpretan niños son creíbles y entran bien en el papel, pero sin excesos. De todas formas, el recurso de utilizar máscaras de animales y cabezas que se separan del cuerpo, así como personajes que no respetan las leyes de la física (y los códigos escénicos asociados, como que deben entrar desde afuera para estar adentro), plantea la dualidad de lo metafísico en el clima de la puesta.
La trama no es difícil, no hay muchas cosas que requiera trabajo decodificar, pero esta simpleza de la anécdota es la clave del genial funcionamiento del texto en lo dramático, ya que todo se centra en el conflicto: Castello no quiere incriminarse reconociendo crímenes por los que no fue juzgado, y los muertos que lo visitan quieren la paz del reconocimiento, quieren su tumba.
La resolución de este conflicto, tan propio del momento en que fue estrenado en Colombia, es a un tiempo profundamente teatral y moral. La obra toma partido por una de las soluciones, pero el espectador será el último juez y decidirá si le satisface tal resolución. En un mundo alejado de los maniqueísmos, ¿cuáles son los crímenes que deben ser perseguidos, y cuáles las penas que les corresponden?
Habrá que verla…
Labio de liebre.
Dramaturgia: Fabio Rubiano.
Dirección: Lucio Hernández.
Elenco: Luis Martínez, Fernando Vannet, Leandro Ibero Núñez, Jimena Pérez, Stefanie Neukirch, Andrea Davidovics.
Escenografía: Gustavo Petkoff.
Iluminación: Ivanna Domínguez.
Vestuario: Mariana Pereira.
Peluquería: Heber Vera.
Arreglos y grabación: Estudio Mute.
Traspunte: Alejandro Rey y Daniel Pérez.
Encargada de utilería: Claudia Tancredi.
Encargado de montaje: Gerardo Egea,
Encargada de vestuario: Mariela Villasante.
Sala Zavala Muniz.