Un grito fuerte y claro
Es que tendría que pegar un buen grito, un grito fuerte y claro,
un buen grito fuerte y claro que resuene en todo el valle;
debería regalarme esa alegría, gritar, gritar de una buena vez,
pero no lo hago, no lo hice.
Jean-Luc Lagarce. Apenas el fin del mundo
Jean-Luc Lagarce (1957-1995) fue un dramaturgo y director francés, cuya prematura muerte, a los 38 años, no impidió que dejara un prolífico legado de obras que se siguen representando a lo largo y ancho del mundo. No han perdido vigencia tanto por su poética particular como por sus diálogos estilizados y profundos, llenos de una temática humana, como la que aparece en esta pieza: la comunicación entre los miembros de una familia.
Precisamente con una de sus obras (Music Hall, 2011) es que Diego Arbelo (1983), un actor ya reconocido por obras como Kiev (Mario Ferreira, 2007) y Gatomaquia (Héctor Manuel Vidal, 2007) e integrante de la Comedia Nacional desde 2008, debutó en la dirección. Como actor, Arbelo se caracteriza por ser muy versátil, con un rango amplio de actuación y una muy buena capacidad de virar sin transición de lo dramático a lo cómico si la obra lo requiere. Como director, tiene una estética definida, sus puestas son prolijas y no dejan nada librado al azar. En este caso, se destaca la excelencia del manejo de los actores y de la planta física del dispositivo escénico.
Lo físico
En cuanto a lo físico, la planta es rectangular y está dividida de forma asimétrica. Presenta, icónicamente, un estar a la izquierda y un comedor a la derecha. El dispositivo está enmarcado por la interacción de ingenios, el uso de las luces que delimitan un “afuera” en penumbra, y la presencia de dos juegos de butacas a los lados y de una puerta desquiciada detrás.
El calificativo de la puerta obedece a que se encuentra en su marco pero no está fijada a una pared, lo que subvierte su papel de ser una abertura para pasar a ser un elemento delimitador de una parte del espacio, separando el afuera del adentro en tanto convención, ya que la vista no está impedida de contemplar lo que ocurre en ambos espacios y nada impide rodearla. Es, en definitiva, un símbolo del umbral de la realidad.
El efecto que se logra con esto es que cuando el único personaje que la atraviesa llega, parece hacerlo desde un “otro lugar” que denota una alteridad metafísica, en sentido literal. Ese alguien, un otro, que llega desde el “más allá de lo físico”, refuerza en la imagen lo que plantea el texto. Más allá de la puerta, en la penumbra está el u topos, esa supuesta lejanía a la que Louis se fue a vivir luego de la muerte del padre (“Ellos creen que es lejos”, dice en un monólogo).
En cuanto a las butacas laterales, observamos la elección de asientos claramente pertenecientes a la órbita teatral. Esta elección de Arbelo apunta al ámbito de lo metateatral, lo que deja a los personajes que están en contraescena por fuera del espacio de interacción.
Lo humano
El trabajo del elenco es soberbio, con una dirección de actores firme y la inclusión de una serie de efectos sonoros que provienen de la generación de murmullos, lo que produce ruido, un caudal de sonido vocal que no transmite información y aumenta la sensación de incomunicación entre los personajes, que marca la tónica de las interacciones entre ellos.
La historia es sencilla, pero lo elegante y profundo de los diálogos (que por el momento son soliloquios compartidos, dada la incapacidad de estos parientes de comunicarse entre sí) le agrega dimensiones de belleza particulares.
Veamos: Louis (Mauricio Chiessa) es el único personaje que empieza la obra desde más allá de la puerta, y en el parlamento inicial informa que sabe que antes de un año estará muerto, pero decide volver sobre sus pasos, en ese momento, para ver a su familia. Lo hace sin saber muy bien por qué, en una suerte de recreación de la parábola del hijo pródigo, sólo que el resultado no es el mismo.
No solamente falta el padre, que ha muerto, sino que el resto de su familia lo recibe con el mismo resentimiento que tenía el hijo menor en la historia bíblica. La madre (Bettina Mondino), su hermana Suzanne (Sanson), más de diez años menor, su hermano Antoine (Amaral) y su cuñada Catherine (Maggioli) se ven atrapados en la estasis que produce la tensión entre el mandato de sentir alegría por la vuelta de Louis y su imposibilidad de experimentar esa emoción.
Lo ajeno
La situación se empantana por la incapacidad de empatía que sienten todos. Louis, porque ya ha cortado con esta familia cuando decidió partir (mal que le pese a cualquier resabio de nostalgia que pudiera sentir y lo llevó a volver). Los demás, porque, cada uno a su manera, se han quedado atrapados en algún momento de los good old days cuando papá aún vivía y el hermano mayor aún no había defeccionado.
Ante su incapacidad de sentir al otro, lo inventan: cada personaje supone lo que le pasa a los demás y construye sus sentimientos basado en esa suposición. Los sucesivos diálogos de Louis con sus parientes naufragan en su imposibilidad de identificarse con los hombres de paja que han inventado para sustituirlo –la falacia del hombre de paja se basa en inventar una caricatura del otro e interactuar con ella y no con el otro real–.
Así, la madre (único personaje innominado de la obra) repite las mismas anécdotas de forma obsesiva, mientras que Suzanne hace lo propio con su nunca realizada fantasía de irse de la casa paterna (en la que vive sola con la madre). Por su lado, Catherine está centrada en defender a Antoine y sus exabruptos.
No menos infrasciente que los otros, Antoine es el único que mantiene a lo largo de toda la pieza el enojo que todos sienten, y del que se avergüenzan por el mandato de amar al hermano. No es el caso de los dos varones que, como en otra historia bíblica –la de Caín y Abel, el primer fratricidio de la humanidad–, es resuelto escénicamente con una brillantez que hace justicia a un texto de Lagarce.
En efecto, Arbelo decide oponer las actuaciones de Amaral y Chiessa, de manera tal que a la contención y el autocontrol de Louis se opone, como espejo que invierte la realidad, un Antoine exasperado, incontinente y malhumorado que sitúa a Amaral cerca (pero sin cruzarlo jamás) del umbral de la sobreactuación. El esfuerzo de ambos se percibe en toda la sala Zavala Muniz y el público llega, por momentos, a contener la respiración. En este enojo, quizá lo más real que Louis recibe de alguien en toda la obra, está la única devolución de su materialidad, pero como Antoine, al igual que los otros, también construyó su ira contra un hermano inventado, tampoco puede afirmarse en esa interacción.
La alteridad se construye por la mirada de otro, y sin esta no existimos. No hay forma de saber si Louis morirá, porque su familia no puede crearlo y recrearlo en sus miradas; tampoco es posible saber si esa imposibilidad se debe a su fin inminente. El que vino desde más allá de la puerta desquiciada deberá luchar contra este vacío existencial de no lugar, incapaz de sustentarlo, que se ha vuelto la familia de la que, después de todo, lleva años huyendo.
Es imprescindible ver la obra para saber cómo podrá atravesar, en sentido opuesto, la frontera a la penumbra y el olvido. Para eso, una buena noticia: hay que ir al teatro.
Dramaturgia: Jean-Luc Lagarce.
Dirección: Diego Arbelo.
Elenco: Mauricio Chiessa, Fernando Amaral, Bettina Mondino, Camila Sansón, Mariela Maggioli.
Diseño/realización de vestuario y escenografía: Gerardo Egea.
Iluminación: Ivana Domínguez.
Espacio sonoro: Sylvia Meyer.
Fotografía: Nicolás Batista, Gonzalo Techera.
Producción: Utópica Producciones.
Función reseñada: Sala Zavala Muniz, 16/2/18.