Hay un tema que me tiene consternado como crítico: el de las duraciones decrecientes de las obras de teatro, que tienden a converger en una extensión estandarizada entre cincuenta y setenta minutos, con honrosísimas excepciones. Se podrá hacer un montón de consideraciones a favor y en contra. Por ejemplo, podrá ponderarse el poder de síntesis de un artista que logra plasmar en tan corto lapso su idea y su arte. O, en definitiva –y me parece que es lo que prima– se podrá afirmar que este fenómeno es la visibilización de una desconfianza creciente en la capacidad de concentración del espectador, que, redes sociales e inmediatismo mediante, se ha convertido en un individuo con la capacidad de un niño de tres años en sus posibilidades de fijar la atención.
Cierto es que las duraciones mayores requieren que los artistas manejen un concepto en cuanto a la gestión del tiempo en el que el espectador está en el teatro, y que es el ritmo. Cuando la obra adquiere un transitar lento o áspero, una duración extensa puede parecerse mucho a una tortura, y las he vivido, sin dudas. Cierto es que ritmo es una cosa y atropellamiento es otra, y por exceso puede pecarse tanto como por defecto. El arte del director se expresa, como en pocos aspectos, en el manejo del tiempo y, en particular, del ritmo de la obra.
Al escribir esto, acabo de volver de un viaje a Buenos Aires en el que tuve la maravillosa experiencia de ver La terquedad, de ese teatrista genial que es Rafael Spregelburd, obra de una duración de tres horas y veinte minutos (con un pequeño intervalo). El manejo del tiempo escénico permite que la trama fluya, y uno ni se da cuenta de que se pasó la sexta parte de un día dentro del teatro, porque la experiencia fue gozosa, como debe serlo el disfrute del arte: exigente y placentero.
Por otro lado, la duración de por sí no es garantía de nada, obviamente, pero hoy en día apostar a una mayor extensión es en sí una toma de riesgos, y desde este foro siempre aplaudimos esa actitud y el peligro que conlleva. Por eso saludamos las puestas como Incendios, que apuestan a que los espectadores podemos ser adultos y atender a la belleza por un par de horas sin tener que salir al recreo.
Pero dejando de lado estas reflexiones en torno a la extensión, traemos hoy las críticas de tres obras cuyo común denominador en el trabajo de sus directores es un ajustado y muy feliz manejo del ritmo de la puesta.
Crítica 1
Amamos y no sabemos nada
“[…] Now I know what they’re are saying
As hearts go to their graves
We made our love on wasteland
And through the barricades”.
Spandau Ballet
Ya hemos señalado una actitud que desde esta columna de crítica teatral consideramos valiosa en sí misma: la toma de riesgos artísticos al emprender un hecho teatral. En este caso, Paola Venditto sale de la zona de confort que le asegura el hecho de ser una actriz excelente y se pone detrás de la cuarta pared para dirigir esta obra de un autor desconocido en la cartelera uruguaya, pero que ha sido premiado en múltiples oportunidades como dramaturgo y como novelista. Sólo esto sería de destacar, pero si le sumamos que el resultado es una puesta muy bien lograda, la recomendación es necesaria y evidente. Pero estamos comenzando por el final.
Lo más interesante de este trabajo es que, a partir de un texto que no es genial, la directora logra una puesta mucho mejor que el guion del que parte, al incorporar ese elemento extra que el teatro agrega a la letra impresa. La anécdota es actual en sus aspectos tecnológicos. Por arte de la llamada economía colaborativa, mediante una aplicación o una página de internet, la “sociedad de intercambio”, dos parejas convienen en intercambiar sus domicilios (en ciudades diferentes) por razones de trabajo. Ellos son Hannah y Sebastián, que desean ir a Zúrich, y Magdalena y Román, que se mudan al apartamento de ellos.
¿O saben? En temas de amor, la infrasciencia es tan inevitable como la mortalidad, y cada personaje sabe algo y cree saber algo sobre su relación, sobre su pareja y sobre los recién conocidos. Cada uno de ellos ignora algo sobre sí mismo o ha traicionado alguna verdad esencial de su persona.
La obra retrata con frialdad pero sin excesiva crudeza la realidad del desamor, la situación que intentaba explicar Luigi Pirandello cuando decía: “No conocemos a nadie”. Estos cuatro personajes viven la terrible realidad de nuestro tiempo: coexistir con desconocidos, pero no por lo obvio, lo que ya expusimos, que no saben en realidad lo que piensan, sienten o viven sus parejas. Lo verdaderamente terrible es que estos personajes no se conocen a sí mismos y por eso se traicionan una y otra vez. Sebastián acusa a Hannah de venderse al capital, pero esa no es su renuncia, ya que el ideal marxista es de él nada más. Simétricamente, ella le reprocha su inexistente producción intelectual, pero tampoco será esta la traición que él se inflige. Un intelectual que no enseña ni publica es estéril, y mientras él se obsesiona con una secta orgiástica medieval esta esterilidad lo aprisiona y destina. En cuanto a Magdalena y Román, su relación es más estereotipada: él es un ingeniero obsesionado con su trabajo, narcisista y ensoberbecido con su propia autopercepción de importancia, mientras que ella es una persona sensible, con inclinaciones humanistas (las que obviamente son despreciadas por él, dadas sus nulas implicaciones tecnológicas), de muy baja autoestima y alcohólica. La dinámica entre ellos es de agresión/respuesta pasivo-agresiva.
En este punto es necesario hacer hincapié en las excelentes actuaciones del elenco. Están muy bien los cuatro, con un destaque especial para Moré, que sigue sin encontrar su techo actoral y en esta ocasión, sin su compañera habitual de escena (Paola Venditto), encuentra en Carla Grabino una partenaire ideal. La mecánica de la puesta hace que, entre escenas de los cuatro, todos los personajes tengan la oportunidad de encontrarse dos a dos en todas las combinaciones posibles, desarrollando así cada faceta del conflicto.
La historia oculta muchos secretos que el espectador deberá descubrir por sí mismo. Muy especialmente, los que conducen a los naufragios de estos personajes, entre el desamor y la pistola antigua.
Dramaturgia: Moritz Rinke.
Dirección: Paola Venditto.
Asistencia de dirección: Julieta Lucena.
Elenco: Moré, Carla Grabino, Gustavo Bianchi, Leticia Cacciatori.
Diseño de escenografía y vestuario: Hugo Millán.
Diseño de luces: Rosina Daguerre.
Ambientación sonora: Fernando Ulivi.
Producción ejecutiva: Miriam Pelegrinetti.
La obra se vio en su representación del 29 de abril de 2017.
Leé la segunda crítica en sobre el Juego de inversiones y especularidades en el teatro de Mouwad : http://bit.ly/2eHCtW3
Leé la tercera crítica sobre la última obra de Calderón, Levon y Estela Medina en : http://bit.ly/2wCnKSf