Por Agustín Paullier
Todo empieza con la luz. El Sol baña de energía a la Tierra, se condensa en varias formas y renueva sin cesar. Las plantas capturan y retienen la luz solar. Los árboles son luz solar y aire solidificados. Ingieren el dióxido de carbono (CO2) que se encuentra en la atmósfera, dividen sus átomos en carbono (C) y oxígeno (O2). Con el primero generan carbohidratos, como la celulosa; al segundo lo exhalan y es lo que respiramos. El carbono, junto con el oxígeno y el hidrógeno tomado del agua, genera raíces, hojas y troncos. Casi todo ser está vivo gracias a las plantas.
Roberto Fernández Ibáñez es químico, conoce sobre elementos compuestos de átomos, y por medio de la fotografía se ha dedicado a transmutar la luz que percibe para crear imágenes. Con la exposición La escuela y el tiempo, que pudo verse en la sala Carlos F. Sáez, compiló fotografías en torno a los árboles, tomadas en treinta años de producción. Esta vez sin la compañía de las palabras, sin haikus, sólo quedan el silencio y la contemplación. Así, a diferencia de series anteriores, cuando incursionó en experimentos más abstractos y conceptuales inspirado en gráficas económicas y paisajes edilicios, vuelve a un registro más poético, instintivo y natural.
Sobre cielos brumosos color sepia, árboles solitarios resisten a la constancia del viento. A otros les ha sido amputada una de sus ramas, a los más afortunados les creció un brote nuevo, a los menos los partieron por la mitad o cayeron derribados y descansan en bosques grises. El papel de una fotografía parece corroído, en proceso de descomposición, y en el centro de la imagen resiste el tronco de un árbol con una cicatriz que lo rodea.
“Mientras realizo las tomas y cuando luego elijo los negativos e imprimo las imágenes, siento que soy el destinatario de un tipo de enseñanza que asimilo con la misma receptividad que cuando concurría a la escuela, aunque con algunas particularidades: en esta etapa de mi vida comprendo que muchas de las lecciones aprendidas de tan simples y directas son inefables, que la fotografía es el mejor medio del que dispongo para registrarlas, y que de algún modo estoy retratando al tiempo”.
El laboratorio es la escuela de Fernández Ibáñez, donde confluyen el fotógrafo, el químico y el artesano. Su material de trabajo es la luz y el tiempo. Su obra pone en jaque a la reproductibilidad que caracteriza a la fotografía; no hay dos iguales, el trabajo artesanal que le aplica a cada copia genera que sean únicas. Cada imagen está sujeta a diversos procesos de revelado y coloración, sin ceñirse a los tiempos estipulados, librado a la experimentación y al error como materia para la creación. Semejante al ciclo que impone la naturaleza, técnica y temática van acompasadas.
Los árboles se comunican entre ellos. La micorriza es la conexión entre los hongos y las raíces, transmiten señales eléctricas y químicas que pueden conectar a un bosque entero. Entre especies pueden compartir su alimento, el carbono, a través de sus raíces; se ayudan mutuamente. Algunos actúan como madres protectoras que asisten a otros, para luego revertir los roles; el fuerte ayuda al débil. También pueden enviarse mensajes, advertencias en caso de peligro y de oportunidades. A su manera, los árboles tienen sentimientos.
Un árbol, como toda buena obra, es de metabolismo lento. El tiempo y la luz le dan forma a su madera. El árbol se hunde en la tierra para asentarse y se eleva hacia el cielo para crecer. La obra debe surgir del interior de su autor para lograr contacto con el exterior. Como los anillos de un tronco y los movimientos de sus ramas, para Fernández Ibáñez las fotografías son el rastro de su historia.