El punto ciego
Por Agustín Paullier
Roberto Schettini
Parecería lo más natural que un fotógrafo retratara a su familia más allá de ocasiones especiales y felices, como cualquier otra persona. Muchos lo han hecho, pero han sido realmente pocos los que se volcaron a esa tarea con dedicación y constancia durante toda su vida y crearon junto a sus más íntimos una obra que superara el mero registro y el valor personal.
Sally Mann es conocida por las fotos que tomó de sus hijos durante seis años en un entorno veraniego, rodeados de bosques y lagos. El noruego Joakim Eskildsen desde hace un par de años retrata la infancia de sus niños, creando imágenes de una belleza atrapante. Alain Laboile hizo lo propio en la campiña francesa, documentando el cre- cimiento de su familia y de sus seis hijos criados en la libertad de la naturaleza. El uruguayo Daniel Behar tomó durante un tiempo una foto por año de su familia mientras caminaban por la misma playa.
Rober to Schettini comenzó a tomar foto- grafías cuando esperaba su primer hijo. Eso lo motivó a aprender sobre técnica e historia. Actualmente le sigue tomando fotos a la madre de sus hijos y a los que ellos procrearon, al mismo tiempo que se convirtió en un referente de la fotografía uruguaya. Cuando Schettini le comentó a la fotógrafa argentina Analía Piscitelli que tenía unas cajas llenas de negativos con fotos de su propia familia, ya llevaba veinte años tomándoles fotografías. Piscitelli, que estuvo muchos años radicada en Uruguay, le propuso adentrarse en ese material; a esa edición se sumó el fotógrafo y curador Juan Travnick, quien, sorprendido por la intensidad de las imágenes, lo invitó a exponerlas en la Fotogalería del Teatro San Martín, en Buenos Aires.
Diez años después de haber expuesto De un momento a otro por primera vez, le llegó el turno de hacerlo en Montevideo, oportunamente en el Museo Nacional de Artes Visuales (MNAV) y en el marco de los 75 años del Foto Club Uruguayo. Era un asunto pendiente para los conocedores de su obra y para el propio Schettini mostrar su gran obra de vida en el lugar donde fue creada. Pero durante esa década cambiaron algunas cosas para él: se convirtió en abuelo de cuatro nietos y dejó de tomar fotografías analógicas, para sólo hacerlo en formato digital. Ese quiebre se hace explícito en la muestra, curada esta vez por Piscitelli, que se dividió entre lo analógico, impreso en blanco y negro, y lo digital, a color y reproducido en una pantalla. Una decisión que, más allá de gustos personales, deja en evidencia el ámbito natural de visualización de cada formato. Cada fotografía tiene la referencia de la persona retratada, el año y lugar donde fue tomada; las digitales precisan el mes y las analógicas, en cambio, la estación –dato que resulta más natural y apropiado para el suceder de los ciclos vitales–.
Schettini mantuvo durante treinta años una práctica que se encuentra lejos de lo automático y cerca de lo sensible, que rehuye de los lugares comunes de celebración y se adentra en los silencios del carácter individual y sus vicisitudes. La atracción inherente al paso del tiempo y sus efectos es un aspecto central de este ensayo, pero reducirlo a ese enfoque resultaría en un mero ejercicio temporal si no estuviera ligado a su mirada personal y calidad estética. El manejo de la iluminación es impecable, sin recurrir a golpes efectistas ni escenográficos. Es recurrente que el encuadre esté dividido de forma tajante por una zona de sombras y otra de luces intensas. En otras, los sujetos –familiares– se encuentran bajo la sombra irregular de un árbol o una entrada de luz difusa que los deja a medio iluminar, escondidos pero visibles. En uno de los autorretratos, frontal y levemente desen- focado, el encuadre está dividido, cortado por un objeto ubicado frente a su rostro. Esta fue la última fotografía analógica que tomó. Schettini solía realizar su obra personal en cámaras de formato medio que requieren un trípode debido a su peso, lo que implica un tiempo de preparación de la toma y un modo algo más reposado y contemplativo de observar, eliminando la posibilidad de lo accidental e instantáneo. En algunas de las imágenes digitales se percibe un cambio en ese aspecto; la llegada de cuatro niños a la familia impone a las fotografías una vivacidad y espontaneidad que en las analógicas no se percibe, al igual que planos más abiertos y encuadres más libres.
Estas fotografías se hicieron con la complicidad del retratado, en momentos de entrega mutua que se van sucediendo con los años, tejiendo entre uno y otro la historia de una familia.