El punto ciego
Por Agustín Paullier
La mujer de los símbolos
Una noche Graciela Iturbide tuvo un sueño: su estudio, donde guarda todas sus copias y negativos, se prendía fuego y por la ventana se escapaban todos los personajes que se encontraban en sus fotografías. La señora de las iguanas, el hombre de los pájaros, la mujer ángel, la niña del peine, ella misma; todos huían, independientes de la realidad de la que fueron tomados. Tal es el don de la señora Iturbide: otorgar vida y misterio.
Graciela Iturbide puede ser considerada la madre de la fotografía latinoamericana. No en vano fue discípula –achichincle en náhuatl, como le dicen en México– de uno de los padres, Manuel Álvarez Bravo. Fue él quien le despertó la curiosidad por conocer su país y cultura, la que luego habría de retratar. Recuerda que en el laboratorio del maestro había un papelito en el que se leía: “Hay tiempo. Hay tiempo”. Enseñanzas que estarían en su propia obra. En Juchitán, cerca de Oaxaca, existe una comunidad matriarcal. Las mujeres viven, al menos, en igualdad, ellas administran la economía del hogar, son las que elaboran artesanías o alimentos y después los venden, exhiben su fortaleza y poder. Allí los homo- sexuales y los muxes, como les llaman a los travestidos, son aceptados como parte de la tradición. Este pueblo fue visto durante años como un oasis en un país en el que predomina la imagen del macho. La cultura zapoteca, que significa “gente de las nubes”, fue visitada por Henri Car tier-Bresson, Alfred Eisenstaedt, Frida Kahlo y Elena Poniatowska, curiosos de ver y retratar esa singular comunidad. Pero lo que distinguió a Iturbide del resto fue su persistencia –durante diez años visitó y convivió con esas mujeres–, su capacidad de involucrarse y su gran imaginación.
Una de sus fotografías más conocidas es ‘Nuestra señora de las iguanas’ y se convirtió en un ícono. El car tel de señalización que dice “Bienvenidos a Juchitán” tiene la imagen de la señora, en una de sus plazas hay una estatua de ella y en varias partes del mundo se pintaron murales poco agraciados con su imagen. El posfeminismo la tomó como reivindicación de su lucha, mientras que otros la utilizaron para representar la amenaza que sufren las culturas autóctonas ante el avance de la globalización. Lo cierto es que la señora era una vendedora de iguanas en el mercado de Juchitán y una líder en la comunidad matriarcal. En la hoja de contacto se ven varias tomas mientras se le caen las iguanas de la cabeza y las acomoda sonriendo. Algunas imágenes toman vuelo y se independizan de quien las creó, rebasando los límites interpretativos y comerciales. A su autora le da gusto, aunque le parece un poco raro todo lo que ha sucedido con esa imagen. El misterio de las fotografías de Iturbide es lo que intriga y atrae. El espectador suele sentirse más cómodo frente a fotografías descriptivas, que se agotan en lo concreto, con pies de fotos que explican aquello que le es ajeno y sujetos expresivos que revelen de forma ingenua su carácter. Las imágenes de la mexicana no se agotan con una mirada; tienen una densidad y una profundidad difícil de explicar, que ni la propia autora puede hacerlo –lejos de ser una postura, es parte de la identidad de Iturbide y de su obra, acaso inseparables–. Sus imágenes se encuentran entre lo poético y lo documental, aunque lo simbólico quizá le siente mejor. Iturbide reniega de que su obra sea calificada como “realismo mágico”. Aduce que es una etiqueta puesta por europeos para englobar a muchos autores latinoamericanos que poco tienen en común, una clasificación algo paternalista y útil para el comercio. La mexicana documenta lo folclórico, las tradiciones y los mitos de su cultura, sin caer en el fetichismo de lo exótico y evitando una mirada conde- scendiente. Se hace par te de la cotidianidad de lo fotografiado, se vuelve invisible, generando una confianza y una intimidad perceptibles en sus fotografías. En ellas hay mucho tiempo y poesía, muchas fotos que fueron sacrificadas para llegar a otras, momentos en los que la fotógrafa se contiene, prioriza lo humano y va más allá del instante.
En la exposición en el Museo de Arte Precolombino e Indígena (MAPI) se pudo ver una parte de lo mejor de sus trabajos: ‘Juchitán de las mujeres’, ‘Muerte’, ‘Pájaros’ y ‘Los que viven en la arena’. Todas las fotografías fueron tomadas en blanco y negro, con cámara analógica de rollo de sólo doce exposiciones. Así ha trabajado durante toda su carrera y, salvo algunas excepciones, es fiel a su ritual. También se expusieron algunas de sus primeras fotos y otras que son parte de su libro En el nombre del padre, tomadas en una comunidad de criadoras de cabras, en las que la brutalidad –blancos cabritos pasados por el filo de un gastado cuchillo–, que actualmente adquiere ribetes bucólicos, es parte de la cotidianidad de la supervivencia.
Un día en Guanajuato, Iturbide vio a un hombre cargando un pequeño y blanco ataúd y le pidió permiso para acompañarlo a enterrarlo. Por esa época fotografiaba mucho a la muerte, a niños muertos –tras haber perdido a su propia hija el tema acechaba su interior–. En el camino se encontraron con el cuerpo de un hombre que yacía al costado del camino, la mitad era puro hueso, mientras que sus piernas aún vestían pantalones y calzado. Cuando llegaron al cementerio y pusieron el ataúd en la fosa, una bandada de pájaros cubrió el cielo. Iturbide los llamó “los pájaros de la muerte”. Ellos habían picoteado la mitad del cuerpo que habían visto. Ahí empezó a tomar fotos de pájaros y dejó a la muerte de lado, pero los pájaros se convirtieron en su símbolo.
Años más tarde, cuando ya no fotografiaba pájaros, tuvo un sueño en el que un señor le dijo: “En mi tierra sembraré pájaros. En mi tierra sembraré pájaros”. Y de la tierra brotaban pájaros. Cuando fue a una isla frente a San Blas, habitada por pájaros y un solo hombre que los cuidaba, le pareció raro; podía tener que ver con su sueño y también con otras cosas. El hombre, a su vez, parecía un pájaro: el cuello de su saco se extendía como dos alas y los penachos de su pelo parecían los de un pájaro, como los que sobrevolaban sobre su cabeza. Uno de sus autorretratos más conocidos se pudo ver en el MAPI, esa imagen en la que Iturbide, vestida de negro, sostiene a dos pequeños pájaros sobre sus ojos.
La fotografía tiene esa capacidad de capturar la intimidad, presencias que habitan el interior y que, de alguna manera, sin ser buscadas, aparecen frente a la cámara. Toda la obra de Iturbide es indisoluble del transcurso de su vida y su personalidad. Se desarrolló de manera inconsciente hasta que un buen día se percató de ciertas recurrencias y obsesiones, y las recopiló para conformar una obra estremecedora.