Por Bernardo Borkenztain.
Coplas orientales por cifra y milonga.
Es muy difícil analizar una obra en la que todo está bien, cuya naturaleza coral hace difícil resaltar unas cosas por sobre otras y, muy especialmente, dificulta la tarea del crítico no poder elegir por dónde empezar.
Podría, quizás, comenzarse por el hermoso dispositivo escénico a la manera de guiñol, en el que tres espacios-ventanas fungen de escenarios, habitaciones, palco de autoridades, zona del pueblo/público/coro y cuya naturaleza proteica se potencia por los ruidos de bisagra herrumbrada de los movimientos de apertura. O podría, quizás, mencionarse cómo ese dispositivo se resalta por las proyecciones de ambiente, bosque, letras, según la escena lo requiera.
Otra elección posible sería el finísimo trabajo de Papina de Palma al ambientar la obra en una genuina dramaturgia musical que dialoga de manera perfecta con la obra, con un resalte para la estilización de unos versos sobre la melodía de “Guitarra Negra” que probablemente sean el momento musical más alto de la puesta.
También es una opción mencionar al elenco, que en un concierto de duplicaciones e inversiones de personajes mantiene el ritmo de la obra en un registro de comicidad que dora la píldora de la amargura del verdadero tema que Elena Garro trata en el texto y que es la asimetría del poder, especialmente en su rasgo más salvaje, la invisibilización del más débil.
Y podríamos también comenzar por la filosofía, por denunciar cómo, en aras de la “civilización” y por el poder de su riqueza, la capital invisibiliza a la periferia (los pueblos de Ñangarí y Acarambá), el negro del pueblo es sospechoso de facto de lo que pudiera ocurrir con apariencia delictiva (declino el amaneramiento servil al imperio woke de escribir afrodescendiente, que entraña en sí la idea de que la palabra negro es racista, algo que solo ocurre en Estados Unidos), pero también los hombres a las mujeres (Lupe es el personaje que encarna el único acto vital de resistencia a esa invisibilización).
O podríamos mencionar la estética que recuerda la Commedia dell´Arte en la que dos pueblos son regidos por un Pantalone (Saffores y Chiessa) con un Arlecchino (Andrés Papaleo y Leandro Núñez), generando momentos de comicidad que dan contrapuntos anticlimáticos muy necesarios, en especial uno con un sentido muy especial, el malambo (era imprescindible aprovechar el talento de bailarín de Papaleo) intitulado “Mejor un varón”. que hace innecesario su análisis, como veremos más adelante. Por cierto, los cuatro actores realizan un gran trabajo, pero se hace necesario destacar la comicidad que logra Papaleo (que si sumamos su trabajo en Carne Viva está teniendo un año impresionante) y el dominio absoluto del espacio escénico (y del teatro todo) que ejerce Saffores solamente con el poder de su voz. Dijimos que es muy difícil destacar algo en esta obra, por lo parejo, si a estos dos trabajos sumamos lo sutil y complejo de la composición del personaje de Lupe, quizás podamos superar ese escollo…
Todas esas serían buenas formas de empezar y todas esas serían insatisfactorias maneras de fracasar en dar cuenta de la belleza de este trabajo del equipo de Aurora Cano al frente de la Comedia Nacional. Fracasemos mejor.
Adagio de mi país
Es un acierto de Elena Garro resignificar la obra de Lope de Vega La dama boba e insertarla como metateatralidad en su texto, de forma tal que, el profesor que, con total condescendencia llama “bella bestia” a Finea, de la misma manera en que Francisco (el actor que encarna al maestro, que a su vez es Pablo Musetti) desprecia a los habitantes de Ñangarí y Acarambá.
Todos los actores de la compañía, que son la hipóstasis de la capital, lo hacen en realidad. No resulta menor esa sensación de superioridad siendo que son una troupe cuyo trabajo es justamente itinerar por esos pueblos y representar la obra ante personas que –como se ve– no conoce el teatro al punto de no entender el pacto ficcional y secuestrar en Ñangarí a Francisco creyendo que podrían llevar el tan ansiado maestro que precisaba Acarambá.
El maestro secuestrado se convierte así en el elemento impar de un juego de duplicaciones, en el espejo que refleja pero que también invierte los sentidos de dos pueblos hermanos que no pueden evitar la rivalidad a la que la propia Biblia los condena, pese a ser ambos víctimas del poder central, o el objeto del deseo de dos mujeres que lo disputan, Tara, la actriz que es su igual en la profesión de actuar, a la que Florencia Zabaleta le presta su gracia sin par, y Lupe, la mujer múltiple interpretada por Dulce Elina Marighetti en una actuación descollante, quizás el mejor trabajo que le hemos visto desde su muy reciente incorporación al elenco oficial.
Triste destino en este mundo el de los impares como Francisco o el propio Romu (Mauricio González), que por el color de su piel, como ya dijéramos, es el sospechoso oficial, como Caín lleva en su piel la marca de la infamia, así como las mujeres la de la inferioridad, como dice Avelino Juárez (Gustavo Saffores) de su hija (Lupe), que es vaga, que no dice lo que siente o que no hace lo que se le dice, pero en vano ella habla o muestra que no es así. Está cubierta por el manto de invisibilidad del lado del eje del poder en el que está ubicada: el de los que no lo tienen.
Uno de los momentos más brillantes del texto es cuando Avelino explica a Francisco los tipos de mujeres a la manera de un Ananga-Ranga vernáculo, mostrándole, como Lupe misma lo hiciera, que existen saberes que remiten a la vida y que no se aprenden en los libros y las letras, y de los que la felicidad a veces es una consecuencia más directa, por ser una propiedad vital y no socialmente construida.
Pero también ilustra la causa del fracaso de Lupe ante Tara. Lupe es una “mujer múltiple”, cuya esencia es darle al hombre la realización de sus deseos más profundos, pero el precio son los propios. Su naturaleza es dar, pero al costo de la capacidad de recibir. Tara no paga ese precio. Ella sabe lo que quiere y lo exige: no le pregunta a Francisco si se quiere ir, se lo lleva mientras él declara su deseo por Lupe…
La confusión epistemológica acerca de si los actores al vivir en muchas pieles viven todas las vidas o ningunas, si son todos o nadie, al menos para Lupe, queda zanjada. Pero sin un hombre al que reflejar sus deseos, también queda vacía en brazos de su padre… No es una denuncia menor.
Desde la altura, con el cuerpo de Anael Bazterrica dándole vida prestada, la prosa de Garro desgarra.
La canción y el poema
Era un debe de la Comedia Nacional la puesta de un autor mexicano, y fue resuelto de la mejor manera.
No es fácil lograr una composición de tantos elementos sin caer en el pastiche o en la falta de equilibrio, y eso no pasa en ningún momento. Los trabajos del elenco y De Palma sin duda son esenciales para el efecto, pero es claro que estamos seguramente ante una de las mejores direcciones del año.
Ficha Técnica
Dramaturgia: Elena Garro. Dirección y versión: Aurora Cano. Versión: Angie Oña. Elenco: Florencia Zabaleta, Gustavo Saffores, Leandro Ibero Núñez, Pablo Musetti, Andrés Papaleo, Dulce Marighetti, Mauricio Chiessa, Mauricio González, Marcelo Badano. Actrices invitadas de EL Galpón: Lucía Rossini, Anael Bazterrica. Coro de alumnos de las Escuelas del Sodre: Sophie Descoueyte, Diego Duarte, Francis Giudice, Lalo Melgarejo, Candela Rodríguez y Francisco Vallejo. Escenografía: Martín Siri; Iluminación: Ximena Seara. Realización y montaje de luminaria led: Pablo García. Vestuario: Virginia Sosa. Música y diseño sonoro: Papina de Palma; Sonido: Rafael Seleguin. Video: Renata Sienra. Coordinadora de montaje: Leticia Figueroa. Encargado de montaje: Gerardo Egea. Encargada de Vestuario: Elizabeth Martínez. Encargada de utilería: Claudia Tancredi. Sala: Verdi.
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