Por Eldys Baratute.
La mayor parte de las veces nos acercamos a los libros destinados a los más pequeños sin tenerlos mucho en consideración, más allá de atraer a nuestros hijos a que se vayan familiarizando con la lectura, en especial si son libros hermosos, como logran hacer de Bernardo y Luciano las atractivas ilustraciones creadas por Oscar Scotellaro. Con estos personajes, de una fina estilización plástica y reales a la vez, en sus casi mágicos escenarios, que son, sin embargo, la sala de estar en casa, la azotea, la calle de barrio…
Pero piense el mediador, ese que adquiere el libro para un infante, que en el más sencillo —que no simple— texto que un autor dedica a sus lectores, de cualquier edad, intenta comunicarles un mensaje, una emoción, una idea, y este relato de Verónica Lecomte no es una excepción. Estos gatos, desconocidos entre sí, que por alguna razón (no es importante para la historia) comienzan a convivir, podrían perfectamente ser dos personas, vos y yo, por ejemplo, sin conocimiento o relación previa, ¿cómo reaccionaríamos si el otro nos impone su presencia en “nuestra” casa, nuestra oficina, nuestro lugar preferido de descanso?
Bernardo y Luciano trata sobre la (in)comunicación, la (in)tolerancia, ¿el egoísmo?, pero sin didactismos a ultranza, sin panfleto. El niño lee —o escucha leer— el cuento de dos gatos desconocidos, o mejor, de un gato al que “le cae del cielo” un huésped que no pidió, que no ha solicitado permiso de estancia, y por si fuera poco, utiliza sus cosas, le gustan (invade) sus rincones preferidos, todo ello sin hablar, sin presentarse, sin un gesto amable, ¿te molestarías tal vez?
Luciano no habla, Bernardo no habla. Se miran ¿de reojo? Se cruzan al pasar, se toleran. Bernardo, que ya estaba ahí… contigo que vienes leyendo, soporta, se avinagra, hace cosas “a distancia” para molestar al otro, acumula resentimiento; pero no habla, no intenta pedir una explicación, no le dice al indeseado huésped “esa es mi alfombra”, “si querés frutilla, ¿por qué no la pedís?, ¿no podés pensar que quizás tienen dueño? No, deja crecer su carga hasta que no aguanta más. Pero, ¿y Luciano?, ¿qué siente? A lo mejor, lector amigo de Bernardo, no te lo has preguntado. Pero te vas a enterar, sí, porque Verónica Lecomte cree que él también tiene derecho a decirnos lo que piensa. ¿Cuándo? ¿cómo? ¿Hasta dónde va a dejar nuestra narradora que crezca la incomunicación? ¿Cómo va a reaccionar Bernardo al saber lo que pasa por la mente de su indeseado huésped?
La manera de solucionar el conflicto es una de las singularidades de este cuento que yo, sí, llevaría sin dudar a un niño pequeño, a mi sobrino o mi nieto, para que comience a aprender, como lo recuerdo yo, leyendo esta brevísima historia, que no somos animales hablantes por gusto, que la palabra permite comunicar, intercambiar opiniones, deseos, inconformidades, y una vez conocidas, es posible cambiar conductas, comprender al otro y… hasta llegar a quererlo. Todo eso nos recuerdan Bernardo, Luciano y Verónica Lecomte, por todo eso me alegro de, a pesar de mi adultez, haber leído este cuento sencillo, este cuento para niños pequeños, que me ha hecho pensar en cosas que en nuestra cotidianidad deberíamos tener más presentes.
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