Canto rodado.
Por Carlos Diviesti.

Bob Dylan, cantautor, poeta, Premio Nobel de Literatura, referente de lo que fue contracultural entonces y que luego fundó una nueva concepción de la cultura a mediados de los años ’60, ya tuvo una película (con)centrada en su imagen, la notable I’m Not There, que dirigiera Todd Haynes en 2007. En esa película, la figura de Dylan, bifurcada en varios reflejos que admiten la ficción, permitía observar una obra transversal a la segunda mitad del Siglo XX no solo en los Estados Unidos, sino también en las industrias culturales que se producen en la mayor parte de Occidente. Un completo desconocido, en cambio, no se propone establecer parámetros sino revisar el origen; por eso resulta tan cercana y reveladora la primera escena de la película, esa en la que Robert “Bobby” Zimmerman llega con su guitarra al hombro a Nueva York y pregunta dónde está internado Woody Guthrie porque quiere visitarlo. Guthrie -prolífico exponente del folk y precursor en la lucha por los derechos humanos de los humillados y los desposeídos- ya había perdido la mayor parte de sus facultades por la enfermedad de Huntington, pero aún podía discernir qué era bueno y qué no musicalmente hablando; por eso, Guthrie y su amigo Pete Seeger no dudan en lo bueno que es Bobby, y Seeger lo toma bajo su ala a partir de ese momento. La escena en sí podría ser uno de esos homenajes hagiográficos que provocan más disgusto que interés, pero en manos de ese preciso realizador que es James Mangold (el mismo de algunas de las mejores películas mainstream del Hollywood que va de los ’90 a lo vivido en este siglo, como Tierra de policías, El tren de las 3.10 a Yuma, Logan o Contra lo imposible) se transforma en algo mucho más próximo al cine político que a las biopics a la moda.

Porque lo que queda claro es que a Bobby Zimmerman no le interesan las canciones intrascendentes que se mueren en la radio: él tiene mucho para decir, y no quiere detenerse en explicarlo. Con un buen promotor –Seeger- y un buen agente, pronto Bobby Zimmerman se transformará en Bob Dylan y grabará su música y su poesía para llamar la atención de los cenáculos alrededor del Upper West Side y hasta de Joan Baez, que recién había sido portada de Time Magazine. Mangold relata la historia con un ojo en la trama y el otro, más que en la reconstrucción de época, en la recreación de una idiosincrasia en plena metamorfosis. Dylan, Baez, Seeger, también fueron testigos y protagonistas de algunos hechos que podrían haber hecho saltar el mundo por el aire, como la crisis por los misiles entre la Unión Soviética y los Estados Unidos en octubre de 1962, y, tras el asesinato de John Fitzgerald Kennedy en noviembre de 1963, en el comienzo de una nueva era en la cultura popular norteamericana, una en que los héroes y los villanos no eran tan diferentes. Esos dos hechos no resulta un mero telón histórico de fondo: la idea de Dylan de conectar una guitarra eléctrica en el festival de música folk de Newport en julio de 1965, partió al medio el purismo puritano de ciertas formas musicales y de una sociedad en definitivo cisma, y que aquí se ve sin la carga informativa del documento ni el manierismo lúdico de las fábulas. Hasta ahí llega Un completo desconocido como película, que más allá de tener el talento ilimitado de Timothée Chalamet como Dylan y de Monica Barbaro como Joan Baez (qué difícil les habrá resultado a los dos cuando cantan no hacer extrañar a los originales, y qué complicado para Mangold habrá sido permitirle al espectador escucharlos como si lo fueran…), despierta la necesidad de recurrir al archivo fotográfico para comparar el resultado, revolver las bateas de YouTube para cotejar entre precisión y mímesis, y permitirse investigar la Historia como un hecho siempre nuevo y en desarrollo continuado. Eso mismo que el cine hoy parece olvidar pero que sin embargo, aún sin la dirección de su casa y como un canto rodado que rueda calle abajo, siempre tiene presente.

