La IV Bienal de Montevideo ofrece particularidades que merecen destacarse, no por su espectacularidad, por cierto. Dentro de una moderada cantidad de obras seleccionadas, la muestra se desarrolla en tres locales diferentes: el Cabildo de Montevideo, la Sala de Exposiciones del Sodre en la calle Sarandí y el Subte de Montevideo. Bajo la premisa del océano Atlántico, que conecta varios continentes y sus culturas, esta limitada cantidad de obras refleja visiones plásticas de varios artistas del mundo entero entre los que se incluyen, naturalmente, uruguayos.
El Atlántico como nexo geográfico, eje de esta premisa, no necesariamente se explicita como tema, sino que se justifica naturalmente desde los propios aspectos inclusivos de los artistas transoceánicos que figuran en la nómina, aunque en la misma están presentes, también, artistas que trabajan en países como Alemania, Holanda, Suiza o Francia, es decir, no tan relacionados con el océano que baña nuestras costas. En algunos casos, sin embargo, es posible hacer una identificación temática del océano desde algunas respuestas creativas. El argumento del Atlántico está prolijamente fundamentado por la curaduría, que refiere a relatos que mencionan, entre otros, el tráfico de esclavos, la inmigración, etcétera. Están representados países como Argentina, Brasil, Uruguay, Estados Unidos, Alemania, Suiza, Nigeria, Francia, Holanda y Sudáfrica. La fotografía, eventualmente, marca la tónica lingüística, a pesar de que hay instalaciones, pinturas, textiles, videos, esculturas. A nuestro criterio, el nivel es bastante homogéneo, sin nada que destacar como originalidad particular. Independientemente de ello, las obras son de genuina concepción y, nos parece, sobrevuela cierto aire de artificialidad, posiblemente vinculado a nuestra era tecnológica y digital, que pide velocidad, conformismo, poca profundización en todos los temas y, sobre todo, marketing.
Mucha fotografía se ampara en el folclorismo étnico y rescata costumbres autóctonas ‒vestimentas, ritos, peinados, etcétera– con un fuerte atractivo visual, sobre todo desde los países africanos, donde el color es la clave de la vestimenta. No obstante, hay artistas que logran profundizar en el sentido estético de la fotografía, como es el caso de Viviane Sassen (Holanda), quien logra imágenes verdaderamente soberbias desde la inteligente concepción del lenguaje de esta técnica. Se percibe una manipulación tecnológico-digital que, ciertamente, va en menoscabo del propio lenguaje de la fotografía y de las posibilidades de la máquina, como el caso de las cataratas del Niágara, cuyo maquillaje debilita la idea de fuerza del agua previo a su caída. En pintura llama la atención, positivamente, la postura innovadora de Arjan Martins, de Brasil, en un gran cuadro mural con extraordinaria fuerza de sugestión, mientras que nuestro Fernando López Lage ensaya ejercicios de color, a ejemplo de Josef Albers (profesor de la Bauhaus), que toma al cuadrado como una pieza de laboratorio. No obstante, López Lage, muy buen colorista, si bien se divierte, juega la partida con mucha seriedad y su obra mural excede el mero ejercicio para situarse en una verdadera proposición en la búsqueda de relaciones cromáticas, lo cual logra con talento y genuina postura creativa. La pared de barro pintada de blanco de Jacinto Galloso, de Uruguay, con las huellas de botellas en el barro también comunica una genuina convicción. Vale la pena destacar, en este sentido, una serie de obras en calidad de afiche, que explicita, entre otros, el problema de la esclavitud y otras discriminaciones hacia la raza negra desde el punto de vista histórico y contemporáneo. Artistas de Nigeria y de Benín son los autores de estos manifiestos sociales. Todas estas obras son a nuestro criterio un punto alto en esta bienal; desde el punto de vista de la imagen son creaciones muy logradas que conjugan la denuncia social con el contenido estético.
La famosa pintura La balsa de la Medusa, paradigmática obra del pintor romántico Théodore Géricault, es materia de una recreación fotográfica con personajes reales de una artista estadounidense que, a nuestro juicio, no alcanza a transmitir el profundo contenido de la pintura, en tanto permanece como un acto escenográfico-teatral de muy escasa, y confusa, proyección simbólica. La profusa obra de la artista argentina Adriana Bustos, que consiste en cuadros circulares pintados a la acuarela con un estilo naïf, funciona como una instalación en la que el abigarramiento retiene, por sí mismo, cierto interés a fuerza del número. Se trata de una crónica de diversas embarcaciones que son representadas en el estilo mencionado, aunque sin la dedicación naïf que caracteriza a los referentes del género. La serie del fotograma es explotada muy positivamente por la artista francesa Mame Niang, quien registra un grupo de edificios de un barrio marginal. El tratamiento de las fotografías (más de una veintena con sutiles variaciones, que al recorrerlas parece una cinta de cinematógrafo) es muy singular y particularmente interesante en tanto se recuesta en el lenguaje de la pintura.
Otras obras mantienen un interés modesto, como las siluetas de una artista africana que con medios muy limitados pero efectivos ofrece una instalación de pinturas sobre papel en la que resalta la figura de la raza negra a modo de silueta de cabezas. Sin mayores aspiraciones, estas siluetas están levemente modificadas con cierto sentido decorativo.
Toda la bienal, en sus diferentes locales, ofrece una sensación de cosa prolija que, unida a ciertos aspectos puramente esteticistas, le resta vigor a una plástica que, a nuestro entender, reclama hoy una presencia mayor sin necesariamente caer en la transgresión fácil y oportunista. Muy posicionados en aspectos étnicos, muchos artistas relatan con el lenguaje del video competencias deportivas y rituales pertenecientes a culturas marginales, como las indígenas. El manejo de la imagen, no obstante, es potente en algunos casos, mientras que en otros remite a aspectos documentales. Tal es el caso de obreros que trabajan en una construcción sobre terrenos vírgenes, que se acompaña, sin mayor éxito, por una instalación que pretende comunicar el contexto de trabajo de los mencionados constructores. Vemos ladrillos, restos de maderas, parrillas para la cocción de alimentos, cenizas, latas y chapas oxidadas que, a fuerza de estar prolijamente ordenadas, pierden toda significación. Mientras que lo aleatorio y lo que surge de la actividad diaria naturalmente y sin preconceptos artísticos tiene de por sí un valor estético (como la basura en un basurero), cuando se intenta recomponer la realidad desde principios estéticos es notorio que se pierde la naturalidad que se sustituye por aquellos fines. Por este motivo el azar se ha valorado en tanto imprevisibilidad, por muchas corrientes estéticas históricas, entre otras el surrealismo. En resumen, nada nuevo bajo el sol en esta nueva edición de la Bienal de Montevideo, donde hay una fuerte predominancia de la fotografía, mayormente para portada de la revista, una merma del conceptualismo y obras de moderado y estudiado impacto, más allá de las pocas que hemos mencionado como genuinas en tanto originales y creativas.