Por Daniel Tomasini.
Tuvo mi corazón, encrucijada,
de cien caminos, todos pasajeros,
un gentío sin cita ni posada,
como en andén ruidoso de viajeros. Hizo a los cuatro vientos su jornada disperso el corazón por cien senderos de llana tierra o piedra aborrascada
y a la suerte, en el mar, de cien veleros. Hoy, enjambre que torna a su colmena cuando el bando de cuervos enronquece en busca de su peña denegrida
vuelve mi corazón a su faena,
con néctares del campo que florece
y el luto de la tarde desabrida.
Antonio Machado
Nota publicada en la edición N34 de Revista Dossier. Año 2012.
Linda Kohen nació artista en su querida tierra italiana. Recuerda con cariño a sus progenitores, particularmente a su padre, ingeniero que ‘‘adoraba las artes’’. Cuando vivían en Milán, la visita a los museos era la cita semanal esperada. De la mano de su padre, Linda fue descubriendo las maravillas de la pintura en un país privilegiado por poseer tantas obras maestras. La pintura del Renacimiento y del Ochocientos, favoritas de su padre, se descubrieron tempranamente a sus ojos siendo estas obras los primeros maestros que tuvo. La naturaleza también lo fue en otro sentido, cuando los paseos dominicales alternaban entre los parques y los museos. Las formas artísticas y las naturales, por lo tanto, ayudaron a construir la personalidad artística de Linda Kohen, eventualmente apoyadas por otros maestros que posteriormente le proyectaron la síntesis de sus enseñanzas. Pero sobre todo la vida, con la complejidad existencial, será su gran guía. Linda Kohen asimilará las influencias, pero en el fondo seguirá su propia estrella.
Esta mujer de mirada y de voz muy dulces es poseedora de una energía y un temple extraordinarios. La vida le ha deparado momentos muy amargos, como cuando por motivos de antisemitismo se vio obligada a huir de Italia, en tiempo en que los derechos civiles estaban siendo cercenados por el fascismo. Poco después, en los años cuarenta, los decretos del régimen nazi fueron dirigidos directamente hacia el exterminio, en una de las noches más oscura de todos los tiempos. La familia Olivetti (tal es el verdadero apellido de Linda, quien por motivos artísticos asume el de su esposo) se radicó en Argentina en 1939, año en que se inició la Segunda Guerra Mundial. En Buenos Aires su padre esperaba un trabajo que nunca se concretó. Según ella nos cuenta, su padre era dibujante, pintor y un gran tenor, además de ejercer su profesión de ingeniero. A los pocos meses le ofrecieron un negocio que le interesó y viajaron a Montevideo, donde se afincaron y ‘‘rápidamente nos sentimos en casa’’, dice. La familia Olivetti constaba en ese momento del matrimonio y dos hijos. Su hermano Mario se casó con Eva Olivetti y juntas salieron después a pintar las calles de la ciudad durante la época del taller Gurvich.
En Montevideo comenzó a realizar sus primeros estudios artísticos al tiempo que, recomendada por la profesora Blanca García Brunel, frecuentaba como oyente los cursos de enseñanza secundaria en la entonces llamada Universidad de Mujeres. Los papeles que hubieran permitido revalidar sus estudios realizados en Italia nunca llegaron, porque su patria entonces estaba en guerra. Se inscribió en el Instituto Anglo Uruguayo para profundizar sus estudios de inglés y comenzó a tomar clases de dibujo con Pierre Fossey, quien la introdujo en las técnica de la carbonilla y la pintura.
Fossey tenía una gran predilección por la línea recta, aspecto que intentó contagiar a su discípula. Posteriormente estudió con Eduardo Vernazza y profundizó el retrato. El tema del retrato y del autorretrato fue un género muy transitado por Linda Kohen durante toda su carrera. La artista depositó en estas representaciones un caudal de sentimientos vinculados a su gran sensibilidad. Toques precisos y sutiles construyen indefectiblemente lo que está oculto tras el rostro, es decir, la personalidad. Eduardo Vernazza es también un gran retratista, que la introdujo en la seducción de la curva. Es así que Linda realizó una síntesis, inteligente y sentida, con relación a la línea. La línea es un factor inconfundible e inseparable en su obra madura. En ella la rectitud y la ondulación alternan respectivamente cuando abarca tanto los temas urbanos como los de la naturaleza.
El sentido de síntesis –aquí podríamos aplicar el lema de Mies ‘‘menos es más’’– es aplicado en todos los casos. En 1941 frecuentó el Círculo de Bellas Artes, donde pudo asistir a sesiones de desnudo en las que cada estudiante investiga plásticamente casi sin dirección del profesor. Era la época de Guillermo Laborde.
La artista fue acumulando así sus experiencias en el mundo de la pintura. Con Vernazza incursionó en los pasajes cromáticos; y en el Círculo de Bellas Artes es libre de aplicar todo lo que recibió previamente. Como es sabido, Vernazza es un pintor formado en el cubismo-futurismo, poseedor de una sólida composición geométrica y dinámica basada en la línea curva. Son muy conocidos sus bocetos rápidos de deportistas y actores de teatro. Esta síntesis precisa que el maestro ejecutaba con facilidad fue comprendida y recuperada por Linda Kohen en su obra posterior. Un breve pasaje por Buenos Aires con el artista Horacio Butler, y nuevamente el trabajo con modelos le permitieron consolidar el dibujo, eje de su obra. Retomó luego, en Montevideo, la experiencia del dibujo con modelo y naturaleza muerta bajo el rigor de Julio Alpuy, quien hacia l949 dirigía el taller Torres García. Linda llegó a conocer a Joaquín Torres en la última etapa de su vida, cuando ya no ejercía la docencia. Recordemos que el maestro falleció justamente en el año 1949.
Capítulo especial merece su aprendizaje con José Gurvich, que desde el Ateneo de Montevideo (luego de que sucediera a Augusto Torres en la dirección del taller que funda su padre) se traslada al Cerro. Linda viajó a este barrio de Montevideo, y bajo los auspicios de Gurvich –‘‘que era un volcán’’, según sus palabras– experimentó en clases ‘‘fermentales’’. No sintió la necesidad de continuar con el arte constructivo ni con el uso del compás áureo (que lo siente incorporado), sino de pintar dentro de una composición elaborada y equilibrada a partir de sus propias sensaciones.
En el año 1946 se casó con Rafael Kohen y comenzó una nueva etapa de su vida. La etapa de la familia y de los hijos. Los Kohen se instalan en Montevideo y Linda es madre de Martha y de Roberto. Su hija, de profesión arquitecta, se constituyó en el gran impulso para que Linda continuara pintando y exponiendo. Esta ‘‘gestión’’ derivó en el contacto con galeristas, directores de museos, etcétera, quienes reconocen la particular valía de su arte.
La persecución continúa acechando su vida y la de su familia, por lo que en 1977 debieron salir de Uruguay para instalarse en San Pablo. En 1979, Linda consiguió entrevistarse con Pietro Maria Bardi, fundador del Museo de Arte de San Pablo quien la apoyó para realizar una muestra en el museo, a la cual seguirán otras en el interior de Brasil y en el exterior. Recordando encuentros con personalidades del mundo del arte, nos menciona al artista Jorge Páez Vilaró, quien según dice ‘‘tenía un olfato especial parar saber si algo era o no arte’’. Además, recuerda con satisfacción: ‘‘Creía en mi pintura’’ También menciona a José Gómez Sicre, un cubano que dirigía el museo de la OEA y bajo sus auspicios montó una muestra en Washington. Entre las galerías que recibieron su obra se encuentran la Galería Bonino en Río de Janeiro y la Galería Dan de San Pablo.
Linda Kohen en la actualidad es una artista consagrada. Su vida ha sido extremadamente agitada, y sus roles de madre, esposa y artista los ha desarrollado con gran intensidad. Hace pocos años falleció su esposo, a quien amaba y admiraba profundamente. Sus hijos crecieron y se afincaron en el exterior. El título de su última muestra, Sola, es índice de una sensación que la invade. Sin embargo, tiene a la Pintura. Y se refugia en ella, como siempre lo ha hecho. Las valijas, que ha pintado con transparente y plástica sobriedad, son un símbolo de su propia vida. Entre los espacios de felicidad, hace y deshace sus valijas, y las pinta para exorcizar el misterio: para qué venimos, y sobre todo (el más terrible) por qué morimos.
Estos pensamientos metafísicos, cuya respuesta la ciencia aún no ha suministrado, se encuentran en la base de un debate filosófico que la artista intenta despejar con sus pinceles. Su pintura, por lo tanto, es el reflejo de sus meditaciones como ser humano y como mujer que vive y que sufre (y a menudo por hechos sobre los cuales no tiene responsabilidad ni culpa). Linda Kohen pinta y hace pensar en ‘‘eso que no está en el cuadro’’. Se rebela ante la ausencia con una presencia que crea a través de su arte y que eventualmente, la elevan a otros planos de la existencia. Su técnica le permite depositar una leve capa de pintura sobre una tela que recibe el pigmento, acariciándola, en un estado prácticamente líquido.
Pinta como habla, con suavidad y dulzura, y al mismo tiempo con profunda convicción. No existe nada de superfluo en su arte. Se dirige a lo esencial. Nada hay de perturbador, excepto ese espacio que captura mágicamente. Se podría escuchar, incluso, el sonido del roce suave pero incansable del pincel sobre la tela. Aquí Linda Kohen deposita las huellas de su pensamiento. Tal vez en este proceso de creación, y posiblemente de autoaprendizaje, se perciban los lejanos ecos de su patria italiana, bajo la sombra fugaz de los grandes maestros ‘metafísicos’, como Carrá, De Chirico y Morandi. ‘‘Me han mencionado alguna similitud en este sentido’’, afirma.
El lenguaje que Linda Kohen crea es, por sobre todas las cosas, lo que ella misma es. Sólo los grandes artistas provocan grandes emociones, y ella es capaz de conmover.
La soledad que pinta no está exenta, sin embargo, del júbilo que produce toda gran pintura. Sus soledades son, curiosa y hasta paradójicamente, esperanzadoras; representan posiblemente ese lugar en donde indefectiblemente todos nos encontraremos algún día.
Sola, su última exposición presentada en el Museo Nacional de Artes Visuales, ofrece diferentes períodos de su obra, desde dibujos del año 1944 hasta pinturas de 2012. ‘‘Me asusta un poco pensar cuánto tiempo ha pasado’’, nos comenta, indefensa ante lo inexorable. ‘‘Sin embargo –continúa– sigo con proyectos para el futuro con una especie de inconsciencia’’ (ahora sonríe, con alegría).
Una frase de Pirandello, que Linda transcribe en una de sus obras, podría resumir su filosofía de vida: ‘‘Uno que es nadie o que es cien mil’’. La idea ciertamente pone en duda el conocimiento de sí mismo, la multiplicidad de puntos de vista bajo los cuales se puede considerar una situación, la relatividad del juicio y hasta del propio ser en relación al universo; es decir, a lo conocido y a lo desconocido. Linda Kohen ha trabajado por series, en cada una de ellas se ha posicionado obstinadamente bajo diferentes puntos de vista para analizar una situación. A partir de cada punto donde se ha colocado –y donde se coloque– se pueden determinar diferentes objetivos visuales desde donde es posible extraer conclusiones, todas equivalentes y, por lo tanto, ninguna definitiva.
Las diferentes propuestas de sus series constituyen un trabajo de indagación sobre el verdadero sentido del ser de las cosas. A menudo sus objetos se constituyen en íconos, cuya trascendencia e importancia tiene directa relación con su vivencia. La maleta es un caso típico de ello. Pero la representación del objeto, o de la persona, no remite a su configuración exterior. Va al encuentro de eso que no se ve y que se localiza por fuera de la obra.
Lo extraordinario es que Linda Kohen no necesita discursos para explicarlo, lo logra sustantivamente a través de lo que matéricamente realiza, que en este caso se trata no de lo que se muestra como tema sino de la manera como lo representa como pintura. Dentro de los motivos que la han fascinado, se encuentra El Peñasco, la casa realizada por Julio Vilamajó, que se constituyó en el solaz para la familia. Esta edificación, situada en el departamento de Maldonado, es un volumen de bellísimas proporciones. Y Kohen lo vuelve a indagar bajo la forma pictórica. Aquí los rojos y azules intensos hacen su aparición. Es una época de alegría, en la que el propio color resume aquella emoción. Pero la figuración de El Peñasco es abstracta. Su proyección plástica es invadida por la profundidad del pensamiento y de la inteligencia de la artista, y la serie se carga, nuevamente, de misterio y –tal vez– de cierta aprehensión.
Grandes maestros como Rembrandt han sido capaces de ‘atrapar’ el alma de sus modelos a través de sus retratos. Químicamente hablando, con sólo unos pocos pigmentos y algo de aceite y barnices. Linda puede condensar lo inmaterial del modelo de idéntica manera. Sus pinturas han retenido una porción del espacio-tiempo (ambos elementos íntimamente dependientes según las teorías de Einstein), cuya proyección es dada por la ajustada definición de la concepción plástica. Sus espacios se multiplican inmóviles. Sus mesas vacías no esperan comensales. Sus camas verticales no admiten durmientes. Sus caminos son encrucijadas. Sus seres queridos nos han dado la espalda, pero no se alejan. Sus manos no trabajan, pero están activas. Sus pies, no sabemos hacia dónde se dirigen.
Estos relatos aparentemente contradictorios y fragmentarios constituyen la clave conceptual de una filosofía que impregna el pensamiento de la artista, que indaga y se introduce en los meandros de lo desconocido a través de lo conocido (a partir de objetos cotidianos), como si éste fuera un peldaño que se pisa en la oscuridad, un indicio de lo que podría ser, un camino que tal vez se tema recorrer.
Se comprende que su pintura sea –como ella misma lo ha dicho– un autorretrato a pedazos. La artista intenta recomponer, cuadro tras cuadro, las piezas rotas de un espejo cuya visión es ahora múltiple, una vez destruida su unidad. La pintura de Linda Kohen recompone las pérdidas, repara los sufrimientos y las heridas. Pinta con el corazón y sobriamente, con el color de la tierra que nutre a los vivos y cobija a los que ya no están. Tuvo, como dice Antonio Machado en los versos que sirven de epígrafe a esta nota, ‘‘encrucijada de cien caminos, todos pasajeros’’. Y el poeta perseguido continúa cantando: ‘‘Vuelve mi corazón a su faena, con néctares del campo que florece y el luto de la tarde desabrida’’. Linda Kohen no puede dejar de pintar y ella sabe que puede pintar el misterioso núcleo in- candescente de la existencia a través de las cosas más simples, cuya importancia nos revela. No es cierto que ‘‘ya nadie la necesita’’ como nos ha confesado con tristeza. La propia vida reclama su pincel, día tras día, desde la luminosa paz de su atelier.