Las mujeres de las pinturas de Virginia Patrone (Montevideo, 1950) pueden ser sirenas, milonguitas o santas crucificadas. Son, en todo caso, seres terrestres que se convierten en aéreos o acuáticos, mujeres en transformación que habitan territorios inexplorados o destinados a criaturas míticas. Pueden parecer ajenas; sin embargo, están, ahí al alcance de la mano, conjuradas por los vibrátiles colores inventados por su paleta de rojos y amarillos estridentes, o de azules eléctricos como el mejor cielo imaginado.
Patrone muestra lo que esconde cada mujer doméstica: sus diosas interiores –hermosas, terribles y contradictorias–. Cada una de sus heroínas hace lo que puede. Cada tanto, una mujer –la doctora, la panadera de la esquina, alguna vecina– suelta alguna de sus diosas y se arma jaleo. Entonces la pintora caza el deseo de la otra al vuelo y lo estampa en sus telas. Y allá quedan ellas, dibujadas. Se las ve salir volando como brujas sin escoba, asomándose detrás de los balcones, atravesando rapidísimo una ventana o una pared perfectamente encalada.
En esos momentos nada las ata al lugar donde los platos sucios se acumulan sobre la mesada. Leves y grandiosas, las mujeres se elevan sobre todo sitio conocido. Pero como todo lo bueno se acaba, de a ratos, suelen volver a la opresión cotidiana. Se las ve apretadas por cuatro paredes o ahogadas por una planta que insiste en crecer desmesuradamente. Tampoco faltan las que aparecen de espaldas contra el suelo, desmadejadas, apuradas por el trago de su último frenesí.
Sobre todas ellas Patrone desliza su pincel paciente: dibuja amorosamente cada línea de sus pasiones terrestres.
Algo así escribí cerca de 2000 a propósito de sus cuadros, tres años antes de que la pintora emprendiera vuelo hacia Madrid primero y luego hacia Barcelona, donde actualmente reside.
La crisis financiera de 2002 ya se podía sentir en la calle y en el ambiente de la cultura uruguaya, y Patrone, junto con Álvaro Pemper, su pareja en ese momento y durante diecisiete años, habían decidido irse a vivir a España.
“En aquel tiempo yo tenía veinte años/ y estaba loco./ Había perdido un país/ pero había ganado un sueño./ Y si tenía ese sueño/ lo demás no importaba./ Ni trabajar ni rezar/ ni estudiar en la madrugada/ junto a los perros románticos./ Y el sueño vivía en el vacío de mi espíritu. […]/ Un sueño dentro de otro sueño./ Y la pesadilla me decía: crecerás./ Dejarás atrás las imágenes del dolor y del laberinto/ y olvidarás./ Pero en aquel tiempo crecer hubiera sido un crimen./ Estoy aquí, dije, con los perros románticos/ y aquí me voy a quedar”, escribió Roberto Bolaño. Y muchos lo leíamos y otros tantos nos fuimos.
De nada servían ya las tertulias sostenidas hasta la madrugada con los amigos, pintores, escritores, curadores o críticos de arte. Uruguay se estaba convirtiendo por aquellos años en un territorio inhabitable para los artistas que dependían de la venta de sus cuadros o de su escritura. Y aunque la mayoría se quería quedar, Patrone decidió partir, como una fémina de sus cuadros, en busca de otras posibilidades.
Casi veinte años después, Patrone recibe el Premio Figari, el más importante reconocimiento a la trayectoria de los artistas plásticos y visuales de Uruguay, instituido por el Banco Central en 1995 y gestionado en 2010 por el propio Museo Figari. Según establece el acta de la XXIV edición del premio, el jurado, integrado por Riccardo Boglione, Verónica Panella y Silvia Listur, ha otorgado por unanimidad el Premio Figari 2019 a esta artista por su “larga y cuidada trayectoria, habiendo mantenido durante décadas una línea de matriz expresionista, con refinado y pulsante uso de línea y color que investigan con intensidad temas de fuerte carga emocional, pero nunca retórica. Su obra, nutrida de diversas referencias (desde Gauguin a Klimt, pasando por los planistas uruguayos y el Kabuki japonés), ofrece la oportunidad de movernos hacia los límites de lo probable y lo imposible, abordando y permitiendo el cruce de formas expresivas (teatro, poesía, grafiti, video) que se materializan en dibujos y pinturas de impecable factura y profundidad conceptual”.
La arquitectura y las mujeres volantes
A la dama del cuadro suele cortejarla un edificio o un balcón colorido. ¿O es al revés? Quizás sean esas féminas voladoras las que tratan de seducir paredes y pretiles para así poder, finalmente, alzar vuelo. El que observa no puede saberlo con certeza. Lo que queda claro es que la arquitectura siempre está allí como el partenaire de la dama. Es posible que ella se encuentre dentro o fuera de los muros, apresada y dolorida, o que se haya escapado y vuele a su alrededor como un pájaro. “A veces las mujeres salen de los cuadros, van al teatro, por ejemplo, y vuelven cambiadas”, dice Patrone con un gesto cómplice.
Ella, la pintora, también se escapa. Se escapaba cuando era una joven estudiante de arquitectura, madre de cuatro hijos, se escapó en su madurez y se sigue escapando ahora con sus casi setenta años. “Cuando era joven y mis hijos, Gonzalo, Laura, Rodrigo y Bruno, eran pequeños, necesité una voluntad indoblegable para seguir con mi vocación. Tuve que dormir poco y trabajar muchísimo. En ese momento sólo podía trabajar cuando se calmaba el batifondo de niños, perros y gatos”, recordó.
Entre 1968 y 1979 se dedicó completamente a la maternidad y a estudiar arquitectura, y no tenía mucha fe en que sus cuadros llegaran a obtener reconocimiento. “Tenía la convicción loca y plena de que, en Montevideo, en esos años y especialmente para mí, no había lugar. Eran tiempos oscurísimos y la sensación de emergencia permanente me dificultaba la dedicación a lo creativo. Cada vez que iba a apoyar el pie en algo, sentía que el suelo se desmoronaba”.
En 1979 sintió la necesidad de dedicarse completamente a la pintura. “Reconocí que era el único trabajo que necesitaba hacer y en el que estaba cómoda. Arribé a la conclusión de que después de todo podía empezar a reconstruir algo. Entonces decidí insistir en lo único que me importa hacer: pintar. Persevera y triunfarás, insiste hasta convencer, hasta ganar”, se decía a sí misma. Y ganó.
En sus primeras series, la arquitectura montevideana, en clave distorsionada y expresionista, fue la protagonista. Sola o acompañada por seres cuasi irreales: ángeles, demonios, mujeres o criaturas mitológicas. Habitaciones cargadas de pasión, miedo o locura. “En este período su pintura se aboca en un juego personal de realidad intervenida/pervertida, a partir de la representación de interiores amenazantes y espacios públicos subordinados a una realidad alternativa y mágica”, se lee en el fallo del Premio Figari.
De los edificios, Patrone pasó a tomar el tango como objeto de estudio y representación, no sin antes pasar por lo que ella llamó “la mujer anterior”, título también de una muestra organizada por Galería Sur, en Punta del Este, en 1997.
“¿Es la (mujer) inmediatamente anterior o la remotamente anterior? ¿Es anterior a qué, a quién, a quiénes? ¿Es la mujer que atendieron antes en el consultorio médico, o es la primera mujer o la segunda mujer? O la mujer anterior de un hombre, o de un dios. […] O la parte anterior de una mujer. La cara. Esta cara. La fachada. No sé, pero me parece claro que no es esta ni está aquí, ahora. Puede ser que haya pasado recién y todavía vibren los vidrios de la puerta que acaba de cerrar. […] De algún modo sé que esta mujer anterior está atrapada, por ejemplo, en algunas letras de tango. Allí está encerrada y, sin embargo, no me cuesta nada encontrarla por la calle a cada rato. Sé que tengo el deber de pintarla”, escribía Patrone en el catálogo de su muestra La mujer anterior.
Quizás esta muestra y Eutrapelia (dibujos y bocetos realizados entre 1993 y 1995, exhibidos en el Museo Blanes en 1995, junto con Álvaro Pemper) constituyan la base de su última muestra, titulada El objeto del tango, realizada en Barcelona y en Montevideo, también en el Blanes, el año pasado.
En 2017, en ocasión de los cien años de ‘La cumparsita’, el consulado uruguayo en Barcelona le propuso trabajar sobre el tango. “Es un tema perfecto para mí, porque me permite decir lo que quiero decir y atraer a la gente en general, aun a aquellos que no están especialmente interesados en el arte visual”.
Lo mismo ocurrió con su muestra Iris, la curación de un fantasma, en la que la artista trabajó el caso de una joven que en 1935 mató a su padre a causa de los abusos a los que la somatía, exhibida en el Museo Nacional de Artes Visuales, o con la muestra La señora Macbeth. “En todos esos casos las personas se acercan porque algo les suena conocido y cuando quieren darse cuenta ya están dentro de los cuadros”.
A la artista le interesa que su arte “sea para todo el mundo y no un diálogo entre artistas o entre artistas y curadores, donde finalmente todo queda ahí como en un castillo inalcanzable y no llega a quien debería llegar, que es a un público amplio. El arte cumple una función social, cultural, de conocimiento, de formación. Si no llega a la mayoría, no se cumple con ese propósito”.
El tango, la violencia implícita y el manifiesto dadaísta
“No soy socióloga, ni antropóloga, ni teórica del arte; trabajo lo que me estimula para crear. Leo mucho, me informo sobre los temas que me interesan y los trabajo desde la emoción, aunque siempre situándolos en su momento histórico”, dice Patrone. Fue así como en 1997 comenzó a escuchar “muchísimo” a Carlos Gardel y a leer letras de tango. “Ahí ratifiqué algo que ya había notado y que me interesaba: el rol de la mujer en el tango, que por supuesto también se halla en otros ámbitos. Es un lugar demonizado que ya se encontraba en las culturas griega y romana. Fundamentalmente hay tres mujeres en el tango: la madre, que es santa y virgen; la novia, también virginal, a la que se abandona y se engaña; y, finalmente, la mujer que despierta la pasión, la que atrae y enamora, la peligrosa. Yo me preguntaba, entonces, ¿quiénes son en realidad estas mujeres? ¿Son mujeres malas? ¿O apasionadas? ¿Son mujeres, posiblemente pobres, que tienen que conducir su vida por razones sociales?”.
Al investigar sobre ‘La cumparsita’ descubrió que fue compuesta el mismo año en que tuvo lugar la Revolución Rusa y que se escribió el famoso Manifiesto Dadaísta (1917). Fue así que se le ocurrió jugar con las letras de los tangos, relacionándolas con sus cuadros. “Lo primero que hice fue tomar las dos letras de ‘La cumparsita’ –las de Gerardo Matos Rodríguez, más bien tenebrosas, y las de Pascual Contursi y Enrique P Maroni, más livianas–, recortarlas en frases y palabras, mezclarlas y recomponerlas según el método dadaísta. Así surgieron pistas, imágenes, que me fueron llevando a varios lados y a otras letras de tango”.
Todas las canciones del tango cuentan una pequeña historia un poco trágica. Patrone intenta agregarle cierto humor al drama: “La de ‘La cumparsita’ es la de un hombre que abandona a la madre por una ‘malvada’, y cuando regresa a casa, la madre se ha muerto de frío. Un dramón tremendo”, dice Patrone.
“En mi obra hay un poco de juego, algo de lo que uno se pueda reír. Hay cierta complicidad: personajes que miran al público como si le hablaran. El humor, la distancia y el juego permiten hablar de cosas terribles de una manera más humana. En las letras de tango hay una violencia hacia la mujer, que es permitida, autorizada: las mujeres son malas, hay que pegarles y hay que matarlas. Un tema que desgraciadamente sigue siendo muy actual”.
Aparece también la cuestión del género: “Hoy parece que se está tomando conciencia de que el género es, en definitiva, una creación. Biológicamente hay hombres y mujeres, pero todos tenemos los principios masculinos y femeninos en mayor o menor proporción, más allá del propio cuerpo. No hay, en realidad, roles predeterminados, como a menudo muestran las letras del tango. Por eso hay que fijarse qué estamos escuchando. Y aunque el tango actualmente no sea la música más popular, ha formado el pensamiento de mucha gente. Cuando se escucha eso todo el tiempo, se legitima cierta violencia. Es un tema complejo, que habría que manejar con delicadeza, porque tendemos a irnos a los extremos”.
En esta exhibición llamaba la atención el uso del color. Dos paredes enfrentadas mostraban una serie de cuadros en los que el color fue utilizado por la artista de manera muy diferente. En una de ellas predominaba la intensidad y en la otra utilizaba una paleta baja, casi sombría, en la que, además, las pinturas aparecían envueltas en una especie de nailon. “Busqué ese contraste a propósito. Nunca represento la realidad; más bien armo una imagen que despierte determinadas emociones. La idea es trabajar con la emoción: la de los otros y la mía. Tengo que meterme en la situación, incluso uso otras formas expresivas, me saco fotos, hago gestos, expresiones, posturas físicas, actúo, para luego poder trasladarlo fuera de mí”.
La niñez, los compañeros y los maestros
Virginia Patrone vivió diecisiete años en Ciudad Vieja junto a otro pintor, Álvaro Pemper, con el que hizo varias muestras. A mediados de los noventa, sus creaciones se entrecruzaban y complementaban tanto que, en ocasiones, resultaba difícil distinguir quién era el autor de los cuadros. “En aquel tiempo mi vida incluso se parecía a la de la niña que había sido: leía mucho, escuchaba música y era adicta al cine. Creo que siempre fui así”, cuenta. “Creo que al ser hija única y vivir en Ciudad Vieja no me dejaban salir a jugar a la vereda”.
En esa época ya dibujaba y su madre guardó durante años un dibujito que había hecho, cuando tenía dos años y medio, sobre Caperucita Roja. “No era gran cosa, pero tenía vagamente insinuada una caperuza”, cuenta riéndose.
Esa niña tuvo desde muy temprano varios maestros que, según ella, son y siguen siendo “pintores vivos y otros muertos que representan un aprendizaje necesario para evolucionar”. El primero fue Leonardo da Vinci con su Tratado de la pintura; estaba en su casa y era de su madre, que “pintaba muy bien”. Durante toda su infancia y adolescencia recuerda haber observado “ávidamente” toda la pintura que pudo. Cuando finalmente decidió dedicarse a la pintura, fue al taller de Pepe Montes y más tarde se relacionó con Hugo Longa (su maestro del color), Luis Solari, Carlos Musso, Carlos Seveso, Carlos Barea, Ernesto Vila y Álvaro Pemper. De los grandes maestros recuerda también a Francisco Goya, Pierre Bonnard, Odilon Redon, Henri Matisse, Edvard Munch, Egon Schiele, así como a Mary Cassat, Leonora Carrington y la pintura tradicional japonesa.
Viajó a Japón en 1990, luego de conocer a Hisako Oda, una pintora japonesa que vino a Uruguay a visitar a una amiga, en ese entonces embajadora de Japón. Oda vio la pintura de Patrone en la galería Ciudadela, le gustó y quiso conocerla. A continuación, la invitó a Tokio a exponer en el Museo Metropolitano, donde estuvo por dos semanas.
La década anterior había estado en Europa visitando Inglaterra, Francia, Holanda y Alemania. Recorrió muchos museos, a los que pudo regresar cuando se instaló en España en 2003. En los años ochenta también había ganado la beca Fulbright y visitó varias veces Nueva York, pero tenía una “sensación de no pertenencia”. “No pude adaptarme a la promesa del mercado exitoso, pero sin comprensión. La sensación de ajenidad era hasta físicamente dolorosa. El abismo del sinsentido me agobió y comprendí que la falta de una tradición compartida era insoslayable”, confiesa.
La artista actualmente vive en Barcelona, aunque pasa algunas temporadas en su casa taller de Ciudad Vieja. Va y viene de una casa a la otra, de un país al otro, y alguna vez dijo que se siente identificada con el escritor austríaco Thomas Bernhard, quien siente “una especie de amor-odio por Austria que, sin embargo, es la clave de todo lo que crea. Me sucede lo mismo con Uruguay”, asumió.
Y en su esfuerzo continúa dándole vida a lo femenino, ya sean estas santas milonguitas, heroínas apasionadas y justicieras, o mujeres desmadejadas en cierta opresiva oscuridad. Así se eleva sobre todo sitio conocido y hace salir a todas y a todos en alto vuelo.