Por Eldys Baratute.
Tengo que decir que lo de Isabel Allende fue espectacular. Así, sin vueltas, sin metáforas, sin rebuscamientos. Espectacular es una palabra tan espontánea como cada una de las que pronunció esa tarde noche en el Solís.
Mentiría si dijera que he leído todos sus libros, mentiría si no dijera que en algún momento la sentí demasiado cercana a García Márquez, mentiría si no confesara que la imaginaba de otra forma, más estirada, más alta inclusive, más refinada, más aristócrata, pero ese primer día de Feria, la Allende, me demostró que, definitivamente es una de las grandes y que no se necesita de poses para demostrarlo. Esa noche entendí por qué tiene millones de fanáticos en varios idiomas y por qué las entradas para verla en el teatro Solís duraron cinco minutos. Hay una espontaneidad contagiosa en esa mujer, unos deseos de vivir que se te impregnan y te convierten en otra persona después de escucharla.
La periodista Blanca Rodríguez fue con su guion, con sus preguntas, con la complicidad de quien conoce a su entrevistada, una complicidad que nació años atrás, quizás en otras tierras, en otras entrevistas. Sin embargo, la autora de La casa de los espíritus, periodista también, tenía su propio guion, que a veces coincidía con el de Blanca y a veces no. Experta comunicadora se dejaba arrastrar por el público y lo complacía, sabía que todos queríamos escuchar de la mujer que ha caminado medio mundo, que ha amado con intensidad, que aún sigue enamorada con sus más de ochenta años, que cree en la espiritualidad pero no en las instituciones religiosas, que perdió una hija y que ese dolor no la abandona aún. Que defiende a las minorías y aboga por ellas y que tiene una relación entrañable con Chile e incluso con Montevideo.
Y al mismo tiempo, mientras hablaba de todo eso y más, iba dando una clase de literatura. Explicando, casi sin decirlo, cómo ser un escritor, cómo mantener el respeto ante la palabra, cómo disfrutar de la soledad y hacerla tuya.
“La gente con sentido común no sirve para una novela”, dijo en algún momento y al mismo tiempo confesó que la Clara de La casa de los espíritus está inspirada en su abuela Isabel, que en Mi nombre es Emilia del Valle se puede descubrir a su padrastro, a su padre ausente y que otros que llegan y se van de su vida pueden encontrarse en cada uno de sus libros. Entonces uno se imagina que ha vivido todo el tiempo entre personas poco comunes, que más tarde se convierten en personajes entrañables.
Y el público los reconoce, sabe de lo que habla. Todo el tiempo existió una comunión entre ella, Blanca y los lectores. Comunión que despertaba risas, silencios, momentos de tensión. Cuando mencionó a Paula todos vivimos el duelo, el de ella y el de miles de personas que aún, treinta años después, le escriben para hablarles del dolor por la pérdida de un ser querido. Cuando habló de los años de más que les regaló a sus maridos, todos reímos y también reímos cuando habló de los teléfonos, los curas, su auto con más de catorce años, Trump, Antonio Banderas, sus perros y su relación con la vejez. Isabel habló de todo y de todos, con la naturalidad de quien se toma una taza de café y chismorrea sobre el vecino del frente.
"Me parecía una tía, una amiga de toda la vida", me dijo Mario Cattivelli a la salida del Solís y es verdad, lo parecía, pero también sentí que era la escritora más vital que había conocido, la más auténtica —pidió un micrófono fálico en el tercer minuto de la entrevista—, la más espontánea. Una escritora que respira humanidad y con esa misma humanidad escribe.
Hace unos días Álvaro Risso, presidente de la Cámara Uruguaya del Libro, me aseguró que, por mucho, la 47 Feria Internacional del Libro de Montevideo sería mejor que otras. Ese primer día en el lobby del teatro le dije que empezando así ya eso estaba garantizado. Si empezamos la Feria enamorando a los lectores entonces todo lo demás será más fácil y ese amor ya lo logró Isabel Allende.
Imágenes: Mario Cattivelli | @illev_uy
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