La cultura en tus manos

Rosario Lázaro Igoa. Desde el Cabo de Santa María y hacia otros mares

11 agosto, 2025

Traductora, investigadora y cronista de prensa, la escritora Rosario Lázaro Igoa, nacida en Salto en 1981, pasó gran parte de su vida en las costas del Cabo Santa María, en La Paloma, vivió en Brasil donde obtuvo un doctorado en Estudios de la Traducción por la Universidad de Santa Catarina, y desde hace unos cuantos años está radicada en Australia. 

Además de sus trabajos de traducción del inglés y del portugués, entre los que se destaca la antología Crónicas de melancolía eufórica, de Mário de Andrade, en 2016, Lázaro Igoa publicó su primera novela, Mayito, en 2006, y dos libros de cuentos: Peces mudos (2016) y Cráteres artificiales (2021). En diciembre de 2024 estuvo en Montevideo presentando su libro más reciente: Hasta el sol y todas las ciudades en el medio, donde reúne una serie de crónicas que recorren muchos de los lugares donde ha vivido, paisajes y costas que la han acompañado a lo largo de su vida.

Fotos: gentileza de Rosario Lázaro Igoa.

La prosa de Lázaro Igoa, destacada por su sutileza en el uso de las palabras para describir los detalles y los espacios donde muchas veces el agua y la naturaleza son las protagonistas, está presente en su libro más reciente de no-ficción, así como lo está la poesía, característica que la hace cercana a su coterránea Marosa di Giorgio en lo que ella llama “su extraña forma de escritura, esa inadecuación con respecto al lenguaje (que también está en Armonía Somers), el ritmo hipnótico de la prosa poética y la creación de espacios atemporales en sus textos, han tenido un gran impacto en lo que escribo”. 

¿Cuándo fue su primer contacto con la escritura?

Como ciertos recuerdos se sedimentan con más fuerza que otros, diría que fueron unos dibujos torpes copiando titulares de Cuadernos de Marcha sobre un vidrio empañado. Eran los ochenta. En ese entonces vivíamos en un apartamento diminuto frente a las rocas del faro y los inviernos eran crudos. Las noches incluso más. Esa imagen, pienso ahora, muestra la fascinación con la materialidad de la letra, el acto de incorporarse al mundo de lo escrito con avidez. Ya en la adolescencia, y con el descubrimiento de la obra de Borges, entre otras, llegó la experimentación con la escritura en un sentido, si se quiere y salvando las distancias, literario.  

¿Qué autores la han influido o son sus preferidos? 

No sé rastrear las influencias propias. Ya los preferidos, o aquellos sobre los que vuelvo, forman una lista larga que incluso está presente en Hasta el sol… Para empezar por casa, o el Río de la Plata, Marosa, Felisberto, Borges, y luego Mário de Andrade, Clarice Lispector, y también Virginia Woolf, Sylvia Plath, Natalia Ginzburg, Carson McCullers y tantas otras. En los últimos años, por razones variopintas, Sebald, Anne Carson, Rachel Cusk, Beverley Farmer… De cada pueblo un paisano, en suma. 

Según se lee en algunas reseñas de sus libros, cada uno aborda un tópico determinado. En Mayito son las plantas; en Peces mudos los animales; en Cráteres artificiales es el cuerpo y en Hasta el sol… están muy presente la naturaleza y el mar. ¿Está de acuerdo con esta categorización? ¿Cómo planifica sus libros?

Son lecturas posibles, pero no, no fueron organizados de acuerdo a ejes temáticos. Los cuatro libros están plagados de animales, plantas, cuerpos en estados indefinibles y una visión un tanto descarnada del embate de la vida. La recurrencia del mundo natural, en todas sus formas, es una obsesión que ha estado desde el principio y mutando. No planifico demasiado y tal vez el libro que tenga una unidad temática más evidente sea Cráteres artificiales, escrito en pleno posparto, transitando esa metamorfosis que es la maternidad. Y, de todos modos, en ese libro irrumpen animales extraños y paisajes marítimos, como en el primer cuento, “Un muerto más”, en el que una mujer con su bebé está obsesionada con un animal gigante, medio vivo y medio muerto, que ocupa todo el espacio de su ventana. 

¿Ha habido un cambio o evolución desde su primer libro respecto a su forma de encarar la escritura?

Mayito salió en 2006, hace casi veinte años. En el medio traduje, edité, investigué, escribí, viví, creo que es inevitable que haya impactado en la manera que escribo. Hay un río de textos más caudaloso por detrás, impregnando las decisiones en un sentido más o menos consciente. 

En Hasta el sol… hay una combinación de crónica, ficción y poesía. ¿Se siente más cómoda eligiendo este formato o escribiendo cuentos?

Cada tipo de texto activa exploraciones diferentes y establece un tipo de pacto de lectura específico. Las crónicas de Hasta el sol… son más intuitivas, más ligadas a lo cotidiano, y hasta tienen más desparpajo y caos que los cuentos. Cuando escribo cuentos, el material del día a día aparece, está presente, aunque diferido. Hay otra posibilidad de trabajarlos en una estructura autocontinente, tratando de desdibujar los vínculos a un determinado espacio y tiempo. En las crónicas, por el contrario, la intención es hacer que ciertos lugares sean reconocibles y compartir la fascinación con un cierto lugar, un árbol, un determinado color, un libro.

En Hasta el sol… hay una gran presencia de la poesía, es un libro que en principio el lector lo encara como una serie de crónicas. Muchas veces me recordó a Marosa di Giorgio, también nacida en Salto, y su prosa poética. ¿Tiene algún punto de contacto con la creación literaria de Marosa?

Las categorías sirven para vender libros, pero en realidad todo texto es una mezcla de formas que conviven, se pelean, cambian con las lecturas. Como dice María Negroni, no hay más que “aventuras espirituales, asaltos y expediciones dificilísimas que se dirigen –cuando valen la pena– a un núcleo imperioso y siempre elusivo”. Sí, Marosa y su extraña forma de escritura, esa inadecuación respecto al lenguaje (que también está en Armonía Somers), el ritmo hipnótico de la prosa poética y la creación de espacios atemporales en sus textos, han tenido un gran impacto en lo que escribo. Hace tiempo, escribí una crónica en la que le rindo homenaje. 

Como traductora, investigadora y escritora tiene una relación intensa con las palabras. ¿Cuál sería su definición de esta relación y qué importancia le da a la escritura?

Esas prácticas dan una percepción bastante obsesiva del arte verbal. Dicen que la lectura para traducir es de las más minuciosas, y estoy de acuerdo. Lo básico, en suma, es la lectura y todo lo que trae aparejado. En ese remolino es que, para mí, se torna posible escribir. 

¿De qué manera han influido en su escritura los paisajes que ha conocido en lugares tan diferentes como La Paloma, Brasil o Australia?

No son solamente los paisajes, sino también los libros de cada uno de ellos. Cuando viví en Brasil, cerca de casa vivía el poeta Sérgio Medeiros. Su poesía, plena de mutaciones, es ahora inseparable del morro verde que se veía desde la ventana de mi escritorio. Es gracioso, pero hasta recuerdo ahora las cosas inanimadas como ávidos seres vivos, los vegetales mutando en animales, los fenómenos climáticos para nada pasivos: “La niebla enraíza tentáculos torcidos en los morros y crece como gran arbusto, sediento de tierra”. Algo así ocurre ahora en Australia, mediada por las observaciones tan poéticas del océano que hace Beverley Farmer, o la travesía delirante de Voss, de Patrick White, a través de esta isla desértica e inabarcable. 

¿Cómo es su ritmo de escritura? 

Leo mucho, traduzco bastante, escribo poco y espaciado. Al hacer varias cosas a la vez, la escritura aparece de a ratos y es así que parece comportarse desde siempre. Se impone cuando hay una imagen recurrente, un sueño perturbador, alguna lectura que afecta. 

¿Qué está leyendo ahora?

Hay una pila de libros en la mesa de luz, entre los que alterno según el ánimo: Highway 13, una colección de cuentos de la australiana Fiona McFarlane; la novela El país de los gatos, de Fabián Muniz y, a un ritmo lento pero atento, el inclasificable Los que fui, de Henri Michaux, traducido por Ariel Dilon. 

UN MUERTO MÁS

(Fragmento del cuento que forma parte del libro Cráteres artificiales, de 2021).

Era tal la magnitud de aquel cuerpo que no parecía un ser vivo. Una contradicción entre las categorías más elementales. Grisáceo. Imponente. Quieto, en los espasmos de la muerte. El ojo, diminuto en el medio de la piel ajada, denunciaba la existencia, un metabolismo exiguo, aunque no fuera más que mientras tanto. Existía detenido en algo que no estaba ahí, y el misterio lo merodeaba, ese tránsito incómodo de un lugar palpable hacia otro en el que las cosas se extinguen por completo. Profundo, un corte en el costado exponía el interior rojo, de un tono tan claro y vivaz que daba pena que la muerte estuviera ya tan cerca. Quizás fuera esa la razón del colapso. O no. Demasiada carne para enterrar, habría pensado ella, acostumbrada a los asuntos prácticos de la existencia, al verlo desde la ventana. No se le ocurrió eso. Buscaba distraerse, pero lo terminaba mirando, una y otra vez. El horror iba de la mano de una fascinación mórbida. Horas. O, quién sabe, días. Ni del todo vivo, tampoco muerto. Por completo a la espera del momento único en que se le desprendiera la vida como un estorbo y pudieran sacarlo del frente de la casa, donde se había depositado para morir. Si era consciente del tránsito en el que su organismo entero estaba embarcado, imposible saberlo. Eso la desvelaba.

El bebé jugaba adentro. Ni el sol claro ni la temperatura agradable del otoño eran suficientes para dejarlo salir a la arena, en el exterior, donde seguramente su curiosidad lo iba a adherir a aquel ser moribundo. Ella no sabía, ni quería imaginar, de lo que era capaz un cuerpo de esas dimensiones, a pesar de agonizante. Aplastar. Golpear. Devorar, quién sabe. Algo tan simple como el encuentro entre las dos pieles, lo áspero y la suavidad infinita, le daba pavor. La casa era de materiales sólidos, ideada contra las tempestades, y los protegía, a ella y a su cría. Sentado en una alfombra, el niño giraba. Apoyaba la rodilla robusta en el piso y trataba sin éxito de levantarse. Pero daba vueltas, y eso parecía darle gracia, hasta caer exhausto. A contraluz, los rayos de sol le atravesaban el cráneo y los rebordes surgían anaranjados. Soberano inconsciente, no se daba cuenta de que la madre lo examinaba con tanta atención que lo sabía de memoria, como nunca se sabe nada de lo propio. Después empezaba otra vez el movimiento. De la rodilla o del brazo descubierto en plena euforia.

Las gaviotas y los buitres estaban cerca. Lo sabía por los graznidos que entraron por las ventanas que la mujer misma había dejado abiertas. Observó al bebé llevarse el pulgar del pie a la boca. Casi bizco por el esfuerzo. No intervino. El niño mordió sin dientes y puso cara de perplejo. Enseguida, la madre volvió a la ventana, con la idea absurda de que el cuerpo no estuviera más bloqueándole la salida de la casa hacia el mar, que se hubiera ido nadando, si es que alguna vez había nadado, o caminando, o explotado súbitamente, aunque después le tocara limpiar los pedazos de tripas contra los vidrios. Algo tendría que pasar. Ella quería ser testigo de ese instante tan mágico y brutal.

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