Legado y vigencia del Arte Naïf en Uruguay


Pablo Thiago Rocca. Director del Museo Figari. Escritor, crítico e investigador de arte. Licenciado en Ciencias de la Comunicación Por la Universidad de la República. Desde el año 1993 colabora regularmente en la prensa nacional y extranjera.

Pese a que la expresión arte naif se ha popularizado y casi nadie ignora que refiere a una creación de aire infantil hecha por adultos, queda por establecer qué significado peculiar guardan hoy en día estas manifestaciones artísticas y determinar su lugar en el panorama de las artes visuales uruguayas.

Sin título, Annie Namer (óleo pastel sobre tela).

Por Pablo Thiago Rocca.

La porosidad de las fronteras de un arte que puede ser disfrazado de ‘ingenuo’ por artistas más o menos educados en las tradiciones modernas y la tentación de crear un estilo ‘fresco’ a los ojos de un mercado ávido de supuestas purezas de espíritu, no facilita la tarea de los compradores, coleccionistas y teóricos del arte. De cualquier modo, a los auténticos artistas naif poco pueden inquietarles estas elucubraciones. Es la práctica gozosa de la creación lo que motoriza sus actos, la búsqueda de un paraíso que parece haberse perdido entre los rebuscamientos y prisas de la vida citadina, entre la pasividad y el anonimato propiciados por la avalancha de los nuevos recursos tecnológicos. El arte ingenuo es, en este sentido, una forma de resistencia silenciosa y casi involuntaria, un remanso para una sociedad gobernada por la producción del capital y el consumo superfluo.

Naïf significa “ingenuo” en francés, derivado del latín nativus que significa “innato”, “original”, “natural”. El término nace, tal como se lo entiende hoy, en los albores del siglo veinte con los mayores tiempos de ocio que posibilita a las capas sociales medias el desarrollo de la industria. Surge también del afán personal por desarrollar una habilidad que pueda ser bien considerada en el ambiente familiar o en el círculo de las amistades mundanas. Pintores domingueros, amateurs, jubilados, aventureros del pincel o del modelado, emplean sus ratos perdidos en imaginar situaciones y paisajes prístinos, recobran con la opulencia de los colores la belleza de un mundo interior que se revela a los ojos de los demás y a los suyos con la fuerza de una visión esperanzada. Son, a diferencia de las tradiciones populares anónimas –como las artesanías– que históricamente le preceden y con las cuales están en cierta forma emparentadas, expresiones de una individualidad que pugna por salir. La libertad de crear sin ataduras, sin leyes perspectivas o técnicas específicas, trae consigo errores inevitables… y recompensas. Incluso los errores pueden trocarse en recompensas, pues de la valentía de afrontarlos sin ocultar ni menospreciar las limitaciones propias de un ‘oficio’ complejo, surgen soluciones plásticas que no pasan por alto los conocedores del arte y que llaman la atención por su viveza y espontaneidad.

Hay, asimismo, un cambio de sensibilidad que habilita una mayor competencia interpretativa para más personas: ya no interesa recrear la realidad natural tal cual se ve o se cree ver –que la fotografía se encargue de ‘copiarla’–, importa decir lo que se siente y cómo se siente. El arte ingenuo se envalentona con el fervor de las vanguardias y adhiere a las conquistas de éstas. Baste recordar la famosa sentencia que el ‘aduanero’ Henri Rousseau (1844-1910), indiscutido padre de la pintura naif, le espetara a Pablo Picasso en 1908: “Somos los dos mejores pintores de nuestro tiempo, tú en el estilo egipcio y yo en el estilo moderno”.

Naif y localismosSin título, Alejandro Yanes (óleo sobre fibra).

El aporte del arte ingenuo al desarrollo de las artes visuales del siglo pasado no es materia de discusión. Sería imposible imaginar la irrupción de un Jean Dubuffet (1901-1985) y su concepción del art brut, sin el antecedente de los “pintores del Sacré-Coeur” como los llamó su primer entusiasta, el alemán Wilhelm Uhde (1874-1947), quien reuniera en una exposición parisina del año 1928 los talentos ‘naturales’ de Rousseau, Séraphine de Senlis (1864-1934), Louis Vivin (1861-1936), Camille Bombois (1883-1970) y André Bauchant (1873-1958).

Poderosos coleccionistas como Duncan Phillips (1886-1966) se percataron de la relevancia que poseían los ‘pintores folcloristas’ para cimentar una nueva tradición artística local y plural, herencia de inmigrantes: desde los pioneros como Edward Hicks (1780-1849), pasando por la comunidad afronorteamericana con el notable Horace Pippin (1888-1947), hasta la ruda ascendencia escocesa de John Kane (1860-1934). Hoy sus obras forman parte del canon estadounidense y se exhiben por el mundo junto con las de Georgia O’Keeffe, Edward Hopper y Mark Rothko. En Alemania, cuna del kitsch y de tantos folclorismos rurales, la corriente de los artistas naïf campesinos ha sido reconocida por su acendrado carácter –Oluf Braren (1787-1839), Carl Christian Thegen (1883-1955), Max Raffler (1902-1988)–, sólo equiparable en talento a la famosa escuela croata de Hlebine –Ivan Generalić (1914-1992), Mirko Virius (1889-1943), Dragan Gazi (1930-1983) e Ivan Vecenaj (1920)– que, unidos por un mismo programa social, marcaron época en el arte ingenuo.Vale recordar que de ambas escuelas se conocieron en Uruguay dos importantes exposiciones en 1988: Pintura Naïf de la República Federal de Alemania en el MNAV y Arte Naïf yugoslavo en la Galería Bruzzone.

Pero no hace falta ir tan lejos, ni remitirse a los centros artísticos mundiales de Nueva York, París o Berlín. También desde Haití, México y Brasil emana una caudalosa vertiente de arte ingenuo, encauzada a menudo por  experiencias religiosas, artesanas y populares: la pintura vudú de Héctor Hyppolite (1894-1948) y André Pierre (1916-1979) en Haití, la pintura sobre papel amate al sur de México, la literatura de cordel nordestino en los xilograbados de Mestre Noza (1897-1984), Borges (1935) y Givanildo (1962), por citar algunas corrientes de interés. Incluso en la cercana Argentina, la temprana contribución de un Cándido López (1840-1902) a una iconografía regional que no escatima los horrores de la Guerra de la Triple Alianza, está tocada por la atmósfera luminosa y el prolijo ordenamiento de las figuras soldadescas –como diminutos juguetes del azar– propios de un pintor autodidacta. No se puede afirmar que López haya sido a título expreso naif, fue un testigo verista que perdió el brazo derecho en la batalla de Curupaytí y su valía como paisajista está bien fundada en sus habilidades coloristas y en un agudo sentido de la observación. Pero sería errado desconocer el costado aniñado de su talento que nunca maduró en un sentido plástico y espacial al pretendido estilo académico.

‘Tango’, Alfredo Lucho Maurente (óleo sobre tela). Cortesía de Enrique Gómez.Apogeo de la inocencia

En los años setenta del siglo pasado el mundo asistió a un renacer del arte naïf. Se multiplicaron las galerías especializadas en España, Francia, Alemania y Estados Unidos. Las causas de este renovado interés son difíciles de precisar. Es posible que el clima de tensión de la Guerra Fría, la amenaza nuclear, las dictaduras en América Latina, propiciaran un fenómeno de compensación cultural: hacía falta mucha inocencia para contrarrestar la pasmosa realidad social y una crisis económica y energética de proporciones globales. Huelga decir que Uruguay no permaneció ajeno a estas realidades –dictadura cívico-militar en ‘proceso’– y la prensa y la crítica comenzaron a valorar, principalmente, las obras de dos artistas: Guillermo Vitale (Montevideo, 1907-Buenos Aires, 1992), mosaiquista de escalla de azulejos proveniente de la Villa del Cerro, y el pescador Alfredo Lucho Maurente (San Carlos, 1910-La Paloma, 1975), pintor y escultor de novelesca personalidad.

El primero llevó a cabo un centenar de mosaicos variopintos con personajes del mundo de la cultura –Gardel, Florencio Sánchez, Rodó, entre otros– y vecinos ejemplares de la Villa del Cerro –el padre Martín, el peluquero Bezzoso–. Con excepcional virtuosismo técnico y una impronta ornamental muy refinada, Vitale llevó a calles, plazas, frentes de bibliotecas, clínicas y estadios, una galería de ‘retratos’ populares en los que se vieron reflejados los vecinos de la antigua villa Cosmópolis, en su mayoría familias de inmigrantes de extracción obrera. La elección del mosaico como medio expresivo conoció una feliz integración con la realidad social –‘mosaico de culturas’– que aún hoy posee un valor patrimonial digno de preservar.

Por otra parte, el pescador Lucho Maurente convirtió el modesto rancho que había levantado en las dunas, a poco de su llegada a La Paloma, en un restorán llamado El Copetín con Mariscos. Intervino el local con pinturas murales y esculturas de fantásticos motivos marinos para solaz de personalidades de la cultura nacional y de la farándula porteña. De personalidad afable y don para la conversación, Lucho guardaba sus ratos libres para la pintura al óleo y la escultura en gruesos tocones de madera que le proporcionaba la resaca oceánica. Sus series de pinturas religiosas, paisajes, y en especial de tangos, poseen la gracia de color y la dureza de las poses en una combinación eficaz. También las figuras talladas en madera –bailarines, Cristo, Gardel, Artigas– con masas muy cerradas y compactas, muestran el encanto de los volúmenes toscos pero bien sostenidos, graves al estilo románico pero con la superficie brillante gracias a una técnica de pulido de su propia invención.

Una vez fallecido Maurente su obra se dispersó, fue demolido el rancho-restorán y sólo pudieron salvarse unas pocas esculturas de cemento –el pescador, una sirena, el Cristo, la Virgen de la Paloma– que permanecen en distintas zonas del balneario sin los cuidados y la señalización que ameritan. Una crónica del diario El Día decía entonces no sin razón ni melancolía: “Hoy sólo cabe imaginar que esa pequeña área pudo ser el asiento de un auténtico museo de arte naif, enmarcado por la obra de su precursor en nuestro país, con motivo de verdadera atracción para un balneario que mucho lo está precisando”.

A mediados de la década del setenta los centros culturales del Instituto Cultural Uruguayo Brasileño y la Alianza Francesa realizaron concursos y exposiciones que dejaban en claro la popularidad del fenómeno: en un año reunieron a más de ciento cincuenta artistas que decían cultivar el ingenuismo. En las muestras se homenajeaba a Lucho, fallecido en 1975.

Pioneros y acróbatas

Hubo otros antecedentes que pasó por alto el establishment local, pintores cuya obra hoy es prácticamente inhallable. El primero y más espectacular de ellos es Joaquín Medina (Paysandú, 1899-1974). A los nueve años escapó de su casa para recorrer Argentina con un circo donde entre otros trabajos era ‘pintor relámpago’: “Atado a un trapecio, con una paleta en una mano y los pinceles en la otra, pinta en los vaivenes del mismo y a una altura de quince metros sobre una tela colocada fija cerca de la lona”. La sorprendente peripecia vital de Medina no incluye ningún aprendizaje artístico formal, sin embargo, deben anotarse en su currículum otras habilidades: domador de animales en el circo, campeón náutico en botes de un remo, tripulante de un carguero estadounidense durante la guerra ítalo-turca, blandengue, compositor de tangos, vestuarista y escenógrafo del carnaval sanducero en donde obtuvo premios por los disfraces de Mariposa, Torero y Domador de Dragón.

Este pintor acróbata ‘siete oficios’ encarna la figura del arista útil, ingenuo en la forma pero astuto en la intención, capaz de una picardía digna de Felisberto Hernández: “Trabaja en un instituto de belleza para pintar las piernas de las señoras, especialmente a las coristas, simulándoles medias”. El súmmum del pintor: con destreza de mentalista realiza exhibiciones en los tablados pintando paisajes con ojos vendados. Sus pinturas morales o de género (‘La madre’, ‘La timba’, naturalezas muertas, etcétera) desconocen toda retórica académica y lo colocan como el verdadero iniciador de la pintura ingenua uruguaya.

En un somero recuento de tempranos pintores cabría también mencionar a dos distinguidas damas de sociedad –muy distintas entre sí– cuya sólida formación cultural no mermó un ápice el talante naif de sus pinturas: Italia Ritorni (Mercedes, 1888-1986) y Lía Mainero (Montevideo, 1902-1964). Sus cuadros están impregnados de una pulsión sensual y un controlado lirismo. De la segunda, Yepes afirmó que era capaz de “expresiones dadas por una mano sensible, sabia e ignorante como la de los niños”.

Los últimos ingenuos‘Luna llena’, Annie Namer (óleo pastel sobre tela).

Más cercana en el tiempo es la producción de Orfila Martins (Santana Do Livramento, 1923-Rivera, 2012) que incursionara ya mayor en la pintura, conquistando rápidamente su estilo de motivos femeninos en clave intimista. Sobre la temática de la mujer también ha pintado Alicia Ferrari (Artigas, 1949) con un marcado interés por las guardas floridas y ritmos de contundente intensidad plástica.

Annie Namer, nacida en Budapest y radicada en Uruguay, ha demostrado en exposiciones recientes(la última fue en el Palacio Santos, en mayo de 2012) un don singular para estructurar sus obras: paisajes idílicos donde lo vegetal prevalece, conduciendo a las formas al borde de la abstracción. Para Alejandro Yanes (Santa Lucía, 1972) la representación del ámbito urbano es una operación tan delicada como sistemática. Los edificios ocupan invariablemente una cuadra entera, los árboles crecen con rigurosidad simétrica, los autos circulan en un solo sentido. La delineación del espacio es completa y acusa una visión del plano donde la gracia está presente en cada rincón, como un mapa del paraíso.

Aunque la lista de pintores naif en actividad podría explayarse, la mera enumeración agotaría las posibilidades de esta nota. Dejemos espacio a la imaginación. ¿Qué tienen para decirnos los artistas ingenuos que no puedan los profesionales? También en el arte contemporáneo hallamos color y experimentación formal, ironía y síntesis en la representación de la imagen. Y sin embargo, no hay lugar en ellos para el optimismo. Los últimos ingenuos serán los primeros en reír (o en dibujar una sonrisa al que mire).

‘Camino’, Lía Mainero (óleo pastel sobre cartón).


Nota publicada en Revista Dossier 2013