Por Malena Rodríguez Guglielmone.
Las emociones reprimidas fueron el combustible para encender la expresividad de Angie Oña la primera vez que actuó. Tenía trece años y había llegado a las tablas casi de casualidad, siguiendo a un joven que le gustaba y con una gran crisis familiar a cuestas. Todos pensaban –recuerda– que era muy buena actriz. Conociendo la intensidad de esta creadora, no es difícil imaginar su energía en plena adolescencia. Con inusitado impulso egresó de la Escuela Municipal de Arte Dramático y escribió, dirigió y actuó en varias obras, entre las que se encuentran Éter retornable (premio Dos en Escena, 2015), El auto feo (Florencio Revelación como directora, actriz y dramaturga, 2003) y El árbol de la bruja (Florencio a mejor espectáculo infantil, 2011).
Un día, sobre el escenario, quedó con la mente en blanco. Eso la llevó a una intensa búsqueda personal. Se vinculó con los estudios del árbol genealógico, en los que se observa cómo la familia y cuestiones inconscientes de los antepasados influyen en las personas. Estudió decodificación biológica, metagenealogía y tarot, y se dio cuenta de cómo el teatro en determinado momento funcionó como su salvación. A tal punto se involucró en esta búsqueda, que decidió compartirla y creó, enfocada en el teatro y la superación personal, la Escuela de Emociones Escénicas. En ese tiempo en que la escuela se estaba cimentando estrenó Las tres gracias (2013), que protagonizaba junto con Manuela da Silveira y Emilia Díaz.
Ahora, luego de conquistar una intensa experiencia docente, vuelve al ruedo con tres obras: la infantil El jardín encantado, de María Rosa Oña, que presentará con Guácale Teatro; Un horizonte de sucesos, de la misma autora, que pondrá en escena junto con cuatro estudiantes avanzados de la Escuela de Emociones Escénicas; y un monólogo de su autoría en el que evocará a Sabina Spielrein, paciente y amante de Carl Jung, que hizo un importante al psicoanálisis con sus teorías que desembocarían en el concepto de pulsión de muerte.
No es de extrañar que las obras de Angie Oña escarben en lo más profundo del ser. Así, la forma se va esculpiendo al mismo tiempo que se maneja el material subjetivo. “Los buenos actores son los que aprenden a dominar sus emociones. Es imprescindible utilizarlas para poder actuar; de lo contrario, no hay movimiento orgánico”, dice Angie Oña con contundencia. Sobre las emociones en escena y la capacidad de generar poesía se explaya la actriz, directora, dramaturga y docente en esta entrevista con Dossier.
El director suizo Daniele Finzi Pasca ha dicho que es un actor de libertad, que prefiere estar más metido en la escena desde la cabeza que desde el corazón. Incluso dice que el clown no tiene necesariamente que sentir, sino percibir lo que sienten los demás. ¿Está de acuerdo con esto? ¿En qué lugar quedarían las emociones propias?
Una frase de él dice que es que el payaso no tiene que tener claro cómo está él, sino cómo está el público. Cuando el clown mira a alguien, se conecta con esa persona; eso tiene que ver con las neuronas espejo. Al conectar, siente casi lo mismo que la otra persona, en virtud de la capacidad de ponerse en el lugar del otro. Defiendo lo que él dice acerca de no identificarse, pero creo que los movimientos emocionales son imprescindibles. El cuerpo y las emociones están conectados, y la tristeza siempre es propia. Si no viviste la tristeza, no generás empatía. A veces sentimos la necesidad de ayudar al otro porque nos identificamos con él. El cuerpo es inconsciente; es aquí y ahora. El cuerpo te conecta con la emoción real que sentís, mientras que la mente la niega. Yo adoro las emociones, que vienen a enseñarnos mucho.
¿Cómo se relacionan las emociones con el arte, con generar poesía, con lograr conmover?
Siento que el arte es terapia social, terapia colectiva. Se le tiene miedo a la palabra “terapia”, pero uno va a terapia cuando quiere crecer, cuando está en un momento conflictivo o porque quiere conocerse más a fondo. Me gusta mucho Antonin Artaud; para mí el arte le muestra a la sociedad lo que esconde. Muchas veces es dolorosamente bello, porque denuncia lo que no se dice. A veces hay que destruir cosas que aparentan ser hermosas pero que en realidad no lo son. Para mí el arte tiene un origen terapéutico. En la escuela diferencio el curso de emociones escénicas para el que lo quiere como crecimiento personal del curso que es específicamente para la formación de actores. Yo adoro la actuación, pero como docente soy brava; mis alumnos dicen que soy tremenda. Quiero resultados. Creo que el actor es el ser que más tiene que revisarse a sí mismo y darse cuenta de sus trampas. No se puede mentir arriba del escenario: la gente ve todo. Hay una zona ciega que los demás ven de nosotros y que nosotros no vemos; si uno quiere ser actor, primero que nada tiene que ver esa zona. Se suele caer en la trampa de actuar y pretender quedar correcto o bello, pero el actor que trasciende es el que muestra lo que no se muestra. Justamente las emociones y el bagaje emocional son lo que necesitamos. Ver a un actor que conecte con su emoción y por eso haga contacto con mis neuronas espejo y me haga dejar de pensar. Que me impacte en el cuerpo y en el sentimiento y que esté incluso en contradicción con mis creencias. Que me ponga en crisis, si se quiere. Que me interpele.
¿Quiénes han sido sus maestros? ¿A quién le gusta leer?
Una de las cosas más lindas para generar poesía es reventar las reglas del cómo se escribe. Mis poetas preferidos son esos que transgreden el conformismo o el perfeccionismo –que es bastante mediocre– de la forma, de lo que debe ser. Y te puedo dar una lista de personas que adoro. Desde Julio Cortázar, que rompe todas las formas y es de una maravilla poética, a Hermann Hesse, que ahonda mucho en la esencia del ser… Cuando tenía doce años, mi papá me regaló Demian; amé ese libro, que es de las primeras cosas que leí junto a [Friedrich] Nietzsche, que también me fascina. Luego leí muchas cosas, entre ellas a [Jiddu] Krishnamurti.
¿Cómo es la dinámica cuando escribe?
Ahora estoy escribiendo sobre mi actuación. Estoy probando cosas en el aire, en el espacio, para luego ir a escribir porque siento que mi cuerpo tiene una información de por dónde quiero que vaya la obra que mi intelecto anula. Cuando escribo tengo más conflictos que cuando actúo: trato de escribir bien y ahí es cuando le pifio. Cuando soy actriz soy capaz de tirarme: mi cuerpo tiene información de lo que quiere decir esa mujer que tengo que interpretar, lo que quiero decir de mí haciendo de esta mujer y lo que quiero decir de muchas otras mujeres. Para escribir bien me tengo que meter en el cuerpo, entonces a veces me pasa que escribo y lloro. Entro como en un viaje. Si escribo y lloro, tengo la certeza de que lo que estoy escribiendo va bien. Otra gente escribe estratégicamente desde la forma y llega a lugares imponentes. Para mí la vibra actoral tiene que ser muy emotiva. Pero, por favor, ¡que los directores sepan mover eso! También comprendo que cuando uno juega, cuando uno actúa, el estado ideal de actuación es ese que te reconoce animal y humano al mismo tiempo. Entonces hay una parte mía muy visceral que está actuando, y al mismo tiempo hay una parte de mí, humana, que dirige a ese bichito. Esa parte de mí que dirige a ese bichito es la que construye la belleza. Por ejemplo, en un momento en que tengo muchas ganas de llorar, tal vez artísticamente sea mejor que no llore, pero tiene que estar la emoción, porque la forma hueca no tiene misterio ni fascinación.
Los actores que más adoro de acá son César Troncoso y Ana Rosa. Ana Rosa me fascina; es una mujer muy emotiva en escena, le veo la vibra. Da la sensación de que late y hay ondas que se expanden. Por otra parte, tengo grabado el recuerdo de una obra de Mauricio Kartun, Terrenal, sobre todo de la actuación final de uno de los actores, Claudio Rissi, un animal arriba de las tablas. Yo estaba en la última fila en el Solís y sentía algo mágico, algo que pasaba de espectador a espectador hacia mí. La energía del actor llegó a mí con mucha contundencia, y no sólo la suya, sino también lo que sentían los que estaban sentados más adelante que yo. Eso es emoción vibrando. El tipo estaba ahí, haciendo el monólogo de su personaje –hacía de Dios, nada menos–, y le hablaba a la humanidad, a sus hijos Caín y Abel. Les decía que habíamos entendido todo mal. Fue de una enorme contundencia… La teatralidad de las letras de Mauricio Kartun es un disparate; es un fenómeno. A mí me fascinan la visceralidad y la emoción, pero soy partidaria de los códigos poéticos que transforman la emoción. Según el tipo de obra, me gusta que se genere determinada poética que se aleja de la cotidianidad y le dé esa impronta artística que permite que no nos identifiquemos tanto directa sino indirectamente a través del inconsciente, por ejemplo. Y ahora estoy hablando de actuaciones más abstractas… Hace poco fui a ver La fiera [de Marianella Morena], en la que actuaba Mané Pérez. Ella hablaba de una manera bruta. Decía: “Soy tosca, no fui a la escuela”. Al hablar se comía las eses, se rifaba algunos artículos, sacaba las te, las pe de las palabras; sin embargo, a mí no me pareció que fuera una manera de hablar reconocible de una persona no culta, sino que era una manera más poética. Un crítico podría decir que no era natural. Pero era, creo yo, una decisión artística: la intención era darle un toque distinto, así como otros recursos que se usaron, como que ella por momentos es una fiera, un tigre. Deja de ser una mujer y se vuelve tigre, y uno ve un tigre. Ese tipo de poética nos desconecta de la realidad a rajatabla y, a la vez, nos hace ver con más claridad la realidad. Es un disparador artístico, metafórico, que nos permite ver la realidad desde ángulos distintos de los habituales. Esa es una pequeña extravagancia que tiene toda buena obra de teatro.
En su faceta como docente, ¿cómo se da cuenta de que un alumno dio los pasos necesarios y se convirtió en actor?
Qué linda pregunta. Eso ocurre cuando deja de estar pendiente de lo que yo pienso de lo que él hace. Al principio, algunos me confiesan que sienten un poco de terror, porque dicen que veo demasiado, que los intimido. No es que vea demasiado: veo lo que muestran, y soy profesora y quiero que trabajen sobre ciertas cosas. A muchos les genera un compromiso muy grande tratar de hacer algo que a mí me guste, y les cuesta un poco entender que de lo que se trata es de hacer algo que a ellos les guste, sin depender de lo que va a opinar el otro. Yo vengo a ser la representación de todos los demás; soy el monstruo de los otros, no soy cualquier otro. Es posible que estén haciendo algo y, una vez que yo me vaya, lo hagan mucho mejor justamente porque no estoy. Me acuerdo de una vez que un alumno me dijo: “¿Sabés que ahora estoy del otro lado porque ya no me importa lo que pensás?”. Y yo le dije que eso me ponía muy contenta. Tiene que ver con eso, con que uno ya se empezó a domar.
¿Quién le gustaría que la dirigiera?
Para mí siempre fue un sueño trabajar con Finzi Pasca, pero es un sueño muy alejado e idealizado, porque su trabajo no es lo que hago habitualmente; a pesar de eso, es un director que me fascina. Con el que más me gustaría trabajar es con Sergio Blanco, hasta llegué a pedírselo; obviamente tenía la agenda repleta de cosas, y yo también necesitaba cierto tiempo. Pero me encantaría. El primer contacto que tuve con él fue como alumna en una clínica de dramaturgia. Yo estaba haciendo Éter retornable, él me había ido a ver y luego me dio una devolución buenísima. Me parece que es un tipo que sabe muchísimo, muy humilde con respecto a lo que sabe, muy respetuoso. Estoy convencida de que los que más saben son los que más saben que no saben; como decía Sócrates: “Sólo sé que no sé nada”. Vi todas las piezas de Sergio Blanco; Tebas Land [2016], por ejemplo, es una pieza que me rompió el coco, me pareció de una sensibilidad alucinante el tratamiento de ese tema [el parricidio, a partir del mito de Edipo]. Se sabe que el afecto es una de las necesidades básicas del ser humano, y cuando uno no recibe afecto se transforma en una fierita de la vida: el que más lastima es el que más fue lastimado. ¿Cómo vas a culpar a alguien, entonces? Entiendo que para ser actor tenés que saber que no existe la culpa; va a ser muy difícil que hagas un personaje que se comporta de una manera zarpada si no lo comprendés. Si tenemos prejuicios con respecto al personaje, no podemos hacerlo. Tenemos que entender que existen circunstancias que nos llevan a determinados movimientos, y Tebas Land… ¡cómo trata la temática de este hijo que termina matando a su padre a tenedorazos! Lo aborda desde un lugar muy poético. Además, está muy bien interpretado. Es uno de los espectáculos más lindos que vi en los últimos años.
¿Otra obra que merezca ser recordada?
Otra que me conmovió mucho fue Bienvenido a casa [2012], de Roberto Suárez. Muy rara y muy visceral. Me gustó mucho por el lugar desde donde trabajaban los autores, con mucha emotividad.
A propósito de esa obra, Roberto Suárez expresó que trabajaban mucho con la idea de gato encerrado: los actores manejaban información con la que el público no contaba, y eso generaba una tensión que mantenía la atención del espectador.
El secreto; eso lo trabajo mucho con los alumnos y con los actores. Lo que no se dice. Hay que saber manejar secretos, porque eso hace que se muevan cosas en el cuerpo del actor. Si es un secreto que fascina y al actor le genera cierto morbo, el espectador piensa: ¿qué le pasa? Y si es un secreto triste o que genera culpa en el personaje, el espectador quiere entender qué le pasa, queremos saber más.
¿Qué otro tipo de técnicas ayuda?
Esos son recursos imaginarios que despiertan el cuerpo del actor, y si se está haciendo un trabajo de grupo genera un gran movimiento energético. Para el cerebro lo imaginario es igual a lo real. Si yo te digo que te imagines un limón, si te lo imaginás de verdad vas a segregar más saliva. No hubo un limón de verdad, pero sí la idea, y eso genera un movimiento biológico real. Cuando el actor aprende a cabalgar sobre su imaginación y a utilizar recursos que lo encienden gracias a un secreto o a otro recurso que lo sensibiliza, el cuerpo genera fascinación. Es un misterio que se levanta. La estrategia es: vamos a jugar con esto. Pero lo que se genera si se juega bien es muy biológico, muy visceral, muy del campo de la electromagnética, muy energético. Volviendo a la obra de Roberto Suárez, esos cuerpos estaban súper encendidos, jugaban mucho con nosotros, nos manipulaban; había uno que iba de la risa al llanto con enorme facilidad… Ese espectáculo jugaba mucho con la atención. Me encanta la obra que te saca de la cabeza y te pone en el aquí y ahora.
¿Cuán importantes son el azar y la improvisación en la escena?
Es importante poder decir con el otro, no sentir que uno comanda, dejarse llevar. En una obra que se ensayó muchísimo, que está estrenada, tiene que estar ese espacio; de lo contrario, está muerta. Hay ciertos límites a los que el juego se debe atener –el guion, por ejemplo–, pero si el actor no vive la obra como la primera vez, esa actuación ya no sirve. Si solamente se aprendió el texto de memoria, no sirve. Imaginate que tenemos un libreto en común; es muy importante que yo esté perceptiva a los gestos que vos hacés. No es lo mismo que un día me hagas una media sonrisa, que me frunzas el ceño o muevas la nariz. Cada uno de esos gestos cambia el mío. Esa permeabilidad tiene que estar permanentemente en el actor; si no, es una fotocopia de lo que ya fue. Ese grado de improvisación permanente hay que entrenarlo y embanderarlo. De esos movimientos salen las joyitas de algunas piezas.
¿O sea que no hay que aprenderse la letra?
Sí, sí [risas], pero esa parte la hacemos de la forma más escueta posible. El cuerpo es el molde de la letra. Mi cuerpo tiene que actuar desde el gesto que vos hiciste. Según cómo está el cuerpo es cómo se dice la letra. Es como un iceberg. Hay que trabajar la profundidad del personaje, los secretos… Si no, es literal. Y el personaje, como nos ocurre a nosotros en la vida, es muy raro que diga lo que en realidad le pasa.
Es actriz, dramaturga, directora y docente de actores. ¿El de actriz es el lugar en el que se siente más cómoda?
Es incómodo ese lugar, pero es el que me apasiona y el lugar desde el que me muevo para hacer todo. Si no fuera actriz, no sería directora, ni profesora, ni escritora. Dar clases es una forma de entrenar permanentemente a mi actriz. Hay muchas cosas que tengo que trascender, que tengo que aprender a ver. Finzi Pasca dice que a él le gusta actuar para ponerse en el lugar del caballito de batalla. Es el lugar de vulnerabilidad. A veces, dirigir es más simple. Vos movés a los actores –entre comillas: una forma malvada de decirlo–, pero no estás ahí. Cuando soy actriz, las cosas me tienen que doler y tengo que aceptar que me duelan. Me gusta trabajar sobre la incomodidad. Nosotros confundimos el disfrute con la comodidad. En la escena no puede haber comodidad, porque si hay comodidad no hay atención plena en lo que está sucediendo, para capitalizar todos los movimientos y para permitir que algún movimiento mío se pueda ver aunque a mí me resulte incómodo. En la vida podés mostrarte fuerte, pero la escena es una cancha que requiere vulnerabilidad. El público funciona como un depredador para nuestro cerebro. Pero, de todos modos, decís: sí, lo quiero mostrar porque es mío pero también de toda la humanidad.